Editorial-El Mundo
LA CAMPAÑA de unos comicios trascendentales para Cataluña y para el resto de España arrancó anoche bajo el signo de una confrontación tan igualada como incierta. Sin embargo, de la lectura del sondeo del CIS cabe extraer algunas conclusiones, la principal de las cuales sitúa a la suma de las fuerzas no independentistas por delante de las separatistas, en votos como en escaños.
Se incurrirá en el lugar común de que toda encuesta, hasta la más representativa de ellas, tan sólo es la fotografía de un escenario en constante movimiento y no su predicción. Se recordará que las del 21 de diciembre son las elecciones más atípicas de la historia democrática, y que cualquier cálculo tropieza con la ausencia de precedentes y con la expectativa de novedades quizá cruciales, como la decisión de la Justicia belga sobre la extradición de Puigdemont el próximo 14 de diciembre. Pero el hecho histórico es que por primera vez en Cataluña un partido de centro no nacionalista apareció en el CIS como primera fuerza en intención de voto. La candidatura de Inés Arrimadas aglutina el voto útil del constitucionalismo de centro y de derecha a costa del PP y se perfila como principal herramienta para revertir el proceso independentista que ha sumido a Cataluña en la polarización social, la inestabilidad política, el desafío jurídico y el desastre económico. Baste el dato del paro que conocimos ayer, y que devuelve a una región rica a los niveles de desempleo de 2009, en pleno despliegue de la gran recesión.
El CIS parece reflejar por tanto un hartazgo del procés que, de confirmarse en las urnas, equivaldría en la práctica a su arrumbamiento. Quizá no definitivo, pero desde luego el proyecto de ruptura quedaría desactivado y obligaría a sus ideólogos como mínimo a un reposicionamiento, ya que no alcanzan a una autocrítica honesta. También certifica el desgaste sufrido por la marca catalana de Podemos, víctima primero de su ambigüedad y más tarde de una complicidad nacionalista en absoluto disimulada. Los de Xavier Domènech, cuyas bases se reparten entre soberanistas y constitucionalistas casi a partes iguales, parecen llamados a convertirse en la bisagra que decante la aritmética parlamentaria en un sentido u otro, con el correspondiente coste para Colau en Cataluña y para Iglesias en el conjunto de España.
El bloque independentista, por su parte, no pierde voto en conjunto aunque registra oscilaciones y trasvases que presumiblemente se acentuarán tras el auto del juez Llarena que mantiene a Oriol Junqueras en prisión. Esta decisión podría beneficiar a Puigdemont, que sigue siendo el preferido como president según el CIS y que capitalizará en solitario –a fuerza de apariciones televisivas– la rebeldía frente el Estado.
Pero no es el efecto político el que importa destacar aquí, sino una vez más el rigor jurídico que avala la separación de poderes y el funcionamiento del Estado de derecho. En un auto de cuidada solidez, impermeable a proyecciones electorales y ceñido únicamente al peso probatorio de los actos enjuiciados, Pablo Llarena sienta las razones por las que Junqueras, Forn y los Jordis deben seguir en prisión por su directa vinculación con la organización de un golpe que cursó con episodios de «explosión violenta» en los que el juez sustenta el gravísimo delito de rebelión. Llarena individualiza su decisión, lo que permite discernir diversos grados de responsabilidad, razón de que los otros seis ex consellers hayan sido puestos en libertad bajo fianza. Ni la actitud más o menos colaborativa con la Fiscalía de los imputados ni la intención retórica de su eventual acatamiento, con ser importantes, han pesado tanto en el criterio judicial como el examen de las pruebas que obran en poder del magistrado, y que le llevan a apreciar riesgo claro de reiteración delictiva en caso de excarcelación, máxime en pleno proceso electoral.
De la movilización de los catalanes partidarios de la convivencia y la legalidad depende ahora la esperanza, sugerida por el CIS, de enterrar por fin esta insoportable pesadilla.