El Correo-CONSUELO ORDÓÑEZ

Las víctimas del terrorismo hemos sido, durante mucho tiempo, un colectivo vulnerable en la sociedad vasca y navarra. Nuestra marginación tenía que ver con que reparar en nosotras significaba recordar constantemente el mal que nos estaban causando. Implicaba ponerse delante del espejo y hacerse una pregunta que buena parte de la sociedad no ha querido aún hacerse: qué hacía yo mientras todo esto estaba ocurriendo.

Hay personas que, sin embargo, no han huido de esa ni de otras preguntas incómodas. Personas que, ante el goteo de terror, salieron de sí mismos para reparar en los demás: qué será de los hijos de ese asesinado, cómo saldrá adelante esa viuda, qué lleva a una persona a matar a un semejante solo por pensar diferente… Y trataron de responder poniendo al servicio de los interrogantes el arma que mejor saben manejar: la literatura. Dos de esas personas son Raúl Guerra Garrido y Fernando Aramburu, a quienes hoy entregaremos el XVIII Premio Internacional Covite.

Alguna vez me he preguntado por qué lo hicieron: por qué la mujer de Raúl estuvo de acuerdo en que publicara ‘La Carta’ a sabiendas de que aquella novela los colocaba en el centro de la diana; por qué el matrimonio aceptó convivir con escolta; por qué no se marcharon después de que quemaran su farmacia; y por qué Fernando no optó por temas más banales en lugar de enfrascarse en ‘Los peces de la amargura’, y por qué vino a San Sebastián a presentar el libro con Covite, y por qué ‘Patria’. Creo que la respuesta, o al menos una de ellas, es que elegir la neutralidad los habría convertido, a su entender, en cómplices de quienes gestionaban el terror. Y en esa tesitura en la que ellos voluntariamente se colocaron, prefirieron el lado de los vulnerables.

Quizá ellos no eran conscientes, pero nosotros –las víctimas y los ciudadanos justos de este país– los necesitábamos. Las personas más vulnerables rara vez escriben la historia, y por ello necesitan un batallón de rescate que acuda en su auxilio. Ese batallón incluye a escritores que den voz y que arrojen luz, que cuenten con recursos literarios lo que ocurre en la trastienda de la vida cotidiana. Las víctimas del terrorismo tenemos la enorme suerte de contar con Raúl Guerra Garrido y Fernando Aramburu para este cometido.

A Raúl Guerra Garrido no le bastó con incomodar escribiendo, con haberse enfrentado a la censura y a la autocensura de las editoriales, sino que se unió a los activistas y a las asociaciones de víctimas en la lucha cívica contra el terror, y se sumó a ¡Basta Ya! y al Foro de Ermua. Fernando Aramburu, por su parte, escribió en 2006 ‘Los peces de la amargura’, una colección de relatos que retrataban cómo el terror altera la vida cotidiana. En ese primer libro había un suelo ético, una estrategia premeditada para hacer estallar cualquier atisbo de equidistancia. Luego vendrían ‘Años lentos’ y, por supuesto, ‘Patria’. Esta obra ha llegado en el momento preciso: ese en el que nos jugamos el relato, el blanqueamiento de las responsabilidades, la eficacia –o no– de la violencia como herramienta política. Muchos de nuestros conciudadanos desconocían cómo habíamos estado viviendo durante cincuenta años en el País Vasco y ahora lo han descubierto. En pleno pulso del nacionalismo por cerrar el capítulo del terror, varios centenares de miles de personas acaban de empezar, por fin, a leerlo.

Ante el empuje de los herederos morales y políticos de los terroristas por olvidar y por vivir como si ETA nunca hubiera existido, Raúl Guerra Garrido y Fernando Aramburu han hecho una apuesta intelectual por la verdad y por la memoria, una apuesta que para las víctimas supone una esperanza para que no se tergiverse nuestro pasado reciente. Quizá ellos no sean conscientes de a cuántas personas han ayudado –y todavía ayudan– con sus escritos. Ojalá este galardón sea un recordatorio de nuestro agradecimiento.