ABC-IGNACIO CAMACHO

El presidente se ha revelado como un yonqui del poder, un arribista enganchado al disfrute provisional del cargo

EL viaje de Sánchez a Barcelona ha dejado claro que tras las elecciones andaluzas el precio del alquiler de La Moncloa se ha disparado, pero también que su arrendatario está dispuesto a acudir al mercado negro de la política para pagarlo. La imagen de un dirigente se forja por lo general a partir de sus primeros actos y la de este presidente se ha consolidado como la de un yonqui del poder, un hombre enganchado a la droga alucinógena del Falcon, el protagonismo mediático o las fotos protocolarias con jefes de Estado. Si a Rajoy le cayó encima, con mayor o menor justicia, el estereotipo de un gobernante rutinario y apático, su sucesor representa ante la opinión pública el paradigma de un ansia desmesurada por el disfrute del cargo. Su terca negativa a convocar elecciones para legitimar su mandato lo convierte en un funámbulo capaz de cualquier incoherencia que lo ayude a sostenerse en equilibrio precario. Sin el refrendo de las urnas nunca será otra cosa que un jugador de fortuna, un mandatario provisional, un arribista desahogado que tras beneficiarse de una carambola se atrinchera en el despacho.

Su gran problema consiste en que todo lo que hace para continuar en el puesto provoca efectos secundarios adversos. Cada vez que cede ante el chantaje nacionalista para comprar tiempo causa en el electorado una reacción de rechazo que disminuye su crédito. Así ha entrado en un círculo diabólico, en una espiral de descontento: mientras más desciende su aprecio, más dependiente se vuelve de una táctica de apaciguamiento que a su vez le acarrea una progresiva pérdida de respeto. En esas condiciones no puede llamar a votar sin riesgo de recibir la moción de censura del pueblo, que ya ha mostrado en Andalucía su manifiesto estado de cabreo. Los barones territoriales del PSOE han detectado ese ánimo de escarmiento y contemplan la cita electoral de mayo con franco desasosiego. Obligados a desfilar primero, temen que el malestar acumulado descargue, como le ha sucedido a Susana Díaz, sobre ellos. Aguantan por disciplina o porque no les queda otro remedio pero de alguna forma se sienten rehenes de una especie de secuestro. Les espera una prueba de fuego y ni siquiera saben si llegado el momento les conviene tener a su jefe cerca o lejos. En Andalucía tampoco ha servido la estrategia del distanciamiento.

Sánchez perdió la ocasión de aprovechar su inicial ventaja y es muy difícil que disponga ya de alguna opción de recuperarla. Quizá aún confíe en su intuición para los golpes de audacia, y entretanto encuentra la oportunidad sigue aferrado al aventurerismo de circunstancias, a la improvisación tornadiza, a la maniobra elástica. La forma en que se ha humillado ante el separatismo ofrece poco margen de esperanza: España está gobernada (?) por alguien que sólo cree en su proyecto personal y sólo atiende a su estricta conveniencia privada.