ABC 26/04/17
IGNACIO CAMACHO
· El antiguo cantautor libertario blande su legendaria estaca para amagar con liarse contra los disidentes a palos
LLUÍS Llach fue el mejor cantante español –a su pesar, porque él se sentía sólo catalán– de los años sesenta y setenta. Menos hondo y seco que Raimon y menos carismático y popular que Serrat, era un músico mucho más completo que ambos y que todos los demás de aquel momento; elegante, dramático, vibrante, intenso. Su voz modulada resultaba especialmente apta para el canto hímnico que impregnaba sus grandes composiciones de elocuencia melódica: aquel emocionante Viatge a
Ítaca de resonancias kavafianas, el lirismo paisajístico de El meu amic el mar o las Campanades fúnebres de los sucesos del 76 en Vitoria. Con
L´estaca creó un símbolo de resistencia que pasó del antifranquismo a otros movimientos internacionales de protesta o de rebeldía. Su férreo catalanismo le impidió cantar en castellano pero le convirtió en su tierra en un emblema identitario. Ha sido la banda sonora del soberanismo, cuya trivialidad política solemnizó con una calidad artística varios palmos por encima de ese mediocre relato.
Degenerando, como aquel banderillero de Ortega, un Llach ya retirado de la música aceptó comprometerse con el proyecto de la secesión catalana, fue incluido en la candidatura de Junts pel Sí y acabó calentando un escaño. Una decisión personal inobjetable aunque habría sido más útil a su causa tocando como sabe el piano. O al menos calladito como un diputado culiparlante y disciplinado. Porque en su tarea de activista ha deshonrado su trayectoria como artista y como parlamentario. Ayer se supo que lleva meses amenazando en actos y conferencias a los funcionarios de la autonomía que se nieguen a secundar el motín independentista contra el Estado.
Lo peor no es que mienta; ése es sólo un vicio político del que pronto se ha contaminado. Miente porque sabe que el riesgo del personal administrativo es justo el contrario: el de poner en riesgo sus carreras si atentan contra el marco legal que ampara su trabajo. Pero lo más grave es la intimidación, el tono coactivo y matonil –«muchos de ellos sufrirán»–, la jactanciosa impronta de un inequívoco talante autoritario. El sectarismo despótico con que el antiguo cantautor y adalid de la libertad blande su legendaria estaca para amagar con emprenderla contra los disidentes a palos.
Éste es el verdadero proyecto de la independencia catalana: un régimen de adhesión obligatoria en el que los discrepantes tendrán sólo dos caminos: exilio o sanción. Nada que no se sepa porque los dirigentes nacionalistas no se cortan de exhibir su modelo pero duele que sea un mito sentimental y cultural el portavoz de ese designio de exclusión. Lluís Llach, aquel refinado músico de idealismo libertario, se ha degradado a sí mismo al convertirse en un sayón político, en un prosélito intolerante, en un sicario. Debajo de los adoquines del 68 no estaba la playa; lo que esperaba era un campo de concentración.