Antonio Rivera-El Correo

  • Están los catalanes condenados a otra legislatura basura y el conjunto de los españoles, a otra desperdiciada, si no también adelantada en su final

Hubo una vez en Cataluña que presidió un tal Montilla, del que ya nadie se acuerda. Eran tiempos en que un cordobés de cuna y de ciudadanía catalana podía aspirar a ser honorable president. Su Gobierno fue el último que terminó la legislatura. Sucedió en 2010. Desde entonces, todos terminan antes, de urgencia, derribados por coaliciones de opositores o por oportunismos electorales. Cinco legislaturas seguidas después, todas ‘indepes’, han acabado antes de tiempo, condicionadas por los imperativos de su programa secesionista, que no por las necesidades de su ciudadanía, volatilizada desde un primer momento y resumida en dos mundos opuestos: los partidarios y los invisibles.

¿Cómo se comportarán en la convocatoria electoral del 12 de mayo los catalanes propietarios y los invisibilizados? Parece que esa cuenta no es la que vale. Los mundos a que se condenó a la ciudadanía en esa euforia (y distorsión) nacionalitaria que fue el ‘procés’ no se recogen fácilmente en las marcas políticas al uso. Es claro que los ‘indepes’ representan lo que son, pero no el resto: ni socialistas ni comunes se nutren solo de los anulados y despechados; incluso no lo hace el propio Partido Popular. Por esas lindes transitan ‘enragés’ (enrabietados) y pragmáticos indistintamente, enfadados con la reciente amnistía y liberados por la misma, aunque solo sea para que el tema del día cambie y la cotidianidad se permita un alivio. Aquellos, los ‘indepes’, están muy lejos de sumar, según los últimos sondeos; el mundo de los anulados tiene imposible hacerlo, aun siendo mayoría previsible ahora.

La lógica política no parece cuadrar con la sociológica. Los agitados minoritarios suman más por la puridad y extremosidad de su causa última que la mayoría de ciudadanos, dividida en torno a las estrategias para desactivar a los fanáticos. Entregar la mayoría a la minoría sería suicida -más conociendo las intenciones de esta-, pero es lo que puede pasar si no se rompe con esa lógica. Posibilidades para ello hay pocas, casi ninguna. Ni siquiera la minoría extremista habla el mismo lenguaje, mientras que la mayoría tiene razones ontológicas para no sumar políticamente los rechazos que suman sociológicamente.

No cabe otra que romper esa trampa acudiendo para ello al estrambote. En Girona ganaron las municipales los socialistas, pero gobierna un concejal de la CUP con los votos de Junts de Puigdemont y la Esquerra de Junqueras. Todo es posible en Cataluña: el compañero de Gobierno español pone fin a la legislatura catalana junto con el saboteador recurrente, de modo que ERC y PSOE aparecen aquí y allí como partidos de orden y ‘seny’, pero sin imaginarse una colaboración; las derechas españolistas siguen sin contar y solo esperan el momento de degeneración total, de putrefacción.

El colmo no es que se le acabe de sumar una nueva elección, otro nuevo factor de distorsión de la normalidad de la política nacional y periférica, sino que en Cataluña las posibilidades para regresar a una mayoría estable son nulas y de rebote desestabilizan más si cabe en el conjunto de España. El caos, un mono con una escopeta, no sería capaz de dibujar un escenario más imposible; lo peor es que tampoco se diseña en un cenáculo. La democracia tiene estas cosas.

Depende de cuál se establezca como valor máximo para que se atisbe o no una salida. Si este es la independencia, no hay nada que hacer, Si simplemente se trata de gobernar un trozo de país y de dejar que la evolución de la opinión pública modele futuras mayorías en torno a la cosa territorial, igual es factible aspirar a una legislatura consensuada y susceptible de verse culminada en tiempo y provecho. En esa posibilidad solo suman socialistas y Esquerra, si dejan revoluciones pendientes a un lado y se aplican ‘solo’ a lo que les pide la mayoría: gestionar en lo cotidiano un país que, a algunos kilómetros de distancia, parece ahora un sindiós donde la gestión de su sequía no es otra causa de sus problemas, sino la consecuencia de su inacción.

Claro, las posibilidades de que tales cosas en Cataluña permitan a su vez otra tregua de mayorías y estabilidad en España son remotas. Si allí los números suman con extraordinaria dificultad para sus cosas, en Madrid son imposibles si se descuentan algunos guarismos por la misma causa original: rechazos que transitan de Barcelona a las Cortes. Puede evolucionar o involucionar para mayo la sociología electoral catalana y depararnos mayorías no previstas hoy. Parece extraño que la combinación para ello sea una que haga inevitable el juego actual de mayorías y minorías españolas. De manera que están los catalanes condenados a otra legislatura basura si nadie lo remedia, y el conjunto de los españoles a otra espasmódica y desperdiciada (si no también adelantada en su final). Todo, salvo que algunos decidan traicionar a los suyos y ponerse a mirar un rato por el conjunto, lo que no se antoja fácil.