Antonio Santamaría-El Correo
La Generalitat de Catalunya está desarrollando una política de permanente confrontación con el Gobierno español trufada de contradicciones, mentiras y medias verdades, amplificadas por su poderoso aparato mediático. Da la impresión de que el Ejecutivo autónomo está muy atento a las medidas emprendidas por el Gobierno español para proponer justamente lo contrario.
Los mensajes emitidos desde la Generalitat se orientan en dos direcciones estrechamente vinculadas. Por un lado, se ha pasado del ‘España nos roba’ de los primeros compases del ‘procés’ y del ‘España nos reprime’ tras el 1 de octubre al actual de ‘España nos mata’. Por otro lado, se afirma que en una Cataluña independiente la gestión de la crisis sería más eficaz y no habría habido tantos muertos. Ciertamente, esto se contradice con los deletéreos efectos de la concentración en Perpiñán, su caótica gestión de las residencias geriátricas o el fracaso del confinamiento de Igualada.
Aquí tiene a su favor contar con unas bases sociales acríticas y continuamente adoctrinadas desde TV3 para quienes, parafraseando a Hannah Arendt, el nacionalismo funciona como un suerte de religión laica. No obstante, algunas manifestaciones han sido tan extemporáneas, como la impostada indignación del conseller Miquel Buch por el envío de 1.714.000 mascarillas, que incluso medios independentistas como ‘Ara’ o ‘Vilaweb’ se han desmarcado de sus contraproducentes acusaciones.
¿Cuáles son los objetivos de esta estrategia? En primer lugar, se trata de aglutinar a sus bases sociales y electorales en estos tiempos de tribulación con un discurso ‘diferencialista’, hispanófobo y supremacista para mantener viva la llama de la secesión. Es más, para los sectores más hiperventilados del independentismo, la crisis del coronavirus se percibe como la gran oportunidad para hacer efectiva la independencia frente a un Estado debilitado por las consecuencias de la pandemia.
En segundo lugar, asistimos a una ofensiva en toda regla de Junts per Catalunya (JxCat), los herederos de la antigua Convergència, cuya finalidad es debilitar a ERC y cuestionar la pureza de su fe independentista, pues permitieron la investidura del Gobierno de Pedro Sánchez. Con ese propósito se utilizan todos los recursos derivados de su control de los medios de comunicación y de la presidencia de la Generalitat. Un objetivo favorecido por el hecho de que los consellers de ERC ostentan las carteras de Sanidad y Asuntos Sociales (responsable de la gestión de las residencias geriátricas) y son los más erosionados por esta crisis. También, por el complejo de Edipo de ERC -que aún no se ha atrevido a matar al padre- respecto a la antigua Convergència, que se ha reapropiado de las esencias del movimiento independentista. Una ofensiva ante la cual ERC aparece desdibujada y sin capacidad de reacción.
En esta línea, Quim Torra ha roto su compromiso de convocar elecciones tras la aprobación de los Presupuestos de la Generalitat, ante la ruptura de la confianza en sus socios, lo cual deja a ERC en una situación de completa subordinación respecto a la gestión de los tiempos por parte de JxCat.
Ahora bien, esta estrategia está produciendo una serie de efectos perversos que, como al aprendiz de brujo, pueden escapar al control de los estrategas de la Generalitat. La permanente intoxicación a sus bases sociales ha conducido a que la ‘revolución de las sonrisas’ se haya transformado en una suerte de ‘reacción del odio’ hacia España y a sus supuestos colaboradores dentro de Cataluña. A la frustración generada por el fracaso de la vía unilateral, el encarcelamiento de sus líderes y la ausencia de una hoja de ruta hacia la secesión se suman los miedos provocados por las consecuencias del Covid-19 y la reacción primaria de buscar culpables.
Esta exacerbación de las peores pasiones de los nacionalismos identitarios, alimentando la hostilidad hacia sus enemigos externos e internos, está teniendo graves consecuencias para la convivencia en Cataluña, ya sumamente deteriorada tras una década de proceso soberanista, ahondando las trincheras ideológicas, políticas e identitarias hasta límites inquietantes. Además, en una suerte de infernal lógica acción/reacción, está creciendo la indignación entre la ciudadanía no independentista que se siente simbólicamente expulsada de la comunidad nacional.
El independentismo no ha conseguido el objetivo del Estado propio y difícilmente lo logrará en el corto plazo. No obstante, ha alcanzado dos resultados tangibles: reactivar al nacionalismo español más reaccionario y fracturar a la sociedad catalana. Cataluña se encamina a pasos agigantados hacia una sociedad escindida parecida a la belga con dos comunidades, flamenca y valona, incomunicadas, profesándose un odio mutuo donde más que convivir comparten algunos espacios comunes. Lamentablemente, este podría ser el paisaje que nos deje la crisis del coronavirus.