Eduardo Uriarte-Editores

Discúlpenme si sigo insistiendo sobre el déficit de republicanismo en España, pero quizás la convulsa inestabilidad institucional que padecemos no sería tan grave si hubiera formado parte del acervo popular. No sólo una vaga y general adhesión a la democracia como la que existe es suficiente para que ésta sea auténtica, pues sin el republicanismo y el liberalismo que deben apuntalarla y limitarla ella se convierte en trampolín a la autocracia. Si carece de ese aditamento, y límite, repito, del republicanismo, la democracia acaba mutando en autocracia, en la dictadura de las mayorías. Como es el caso actual, en el que mediante el constructivismo jurídico, proceda del nacionalismo catalán o del decisionismo socialista, o de ambos a la vez, produce el autoritarismo que va socavando la propia democracia en nombre de ella.

Es de lamentar (condicionando el presente) que en nuestras pasadas experiencias republicanas sus protagonistas más deslumbrantes tuvieran taras antirrepublicanas. Fue el caso de Pi i Margall al inspirarse en el anarquismo proudhoniano, con su soberanismo popular que desencadenó el cantonalismo, antitético con el federalismo que predicaba para su república sin ser consciente de su explosiva contradicción. Viendo lo que venía, su antecesor, Figueras, dijo con sincero hastío aquello de “Señores, voy a serles franco, estoy hasta los cojones de todos nosotros”.

Y en la Segunda, a excepción de algún prohombre de la generación del 27, la izquierda que se declaraba republicana lo era más por revolucionaria, rememorando la I República francesa, la de la guillotina y el jacobinismo, y despreciando la Tercera, la del espíritu de la concordia, la republicana en su caracterización completa. El republicanismo de la Tercera, regida por las leyes para la convivencia, no entraba en los planes de nuestra izquierda. Ni siquiera el PSOE estuvo en el pacto de San Sebastián que diera lugar a nuestra última república, aunque sí Prieto a título personal. Este menosprecio hacia el republicanismo podemos achacarlo a la fuerte influencia de la Primera Internacional en el ideario del socialismo español (y lo seguiría siendo, salvo en el paréntesis de González) que lo rechaza por considerarlo política burguesa, lo que implica el menosprecio del gobierno de las leyes. Así pues, el republicanismo no tenía (ni tiene) en el socialismo español cabida, provocándole la tremenda confusión que padece entre conservadurismo y estabilidad política, seducido una vez abandonado el social-liberalismo, por el contrario, por ideologías doctrinarias, sean nacionalismos románticos, ideologías woke o el populismo latinoamericano en un sincrético amalgamamiento.

Agradezco a un texto de mi amigo Haranburu Altuna  que me recordara, junto a las otras dos grandes ideologías como son el liberalismo y el marxismo, la pervivencia del romanticismo. Defendido por el Papa Ratzinger como una corriente ideológica con vigor desde su surgimiento hasta hoy. De hecho, en el transcurrir de su práctica el marxismo no dejó de contaminarse de romanticismo, incluso hasta degenerar en determinados casos en fascismos, así como el liberalismo en neoliberalismo radical. En estas amalgamas vuelven las grandes ideologías doctrinarias y redentoras que, sin ser del todo las mismas, desencadenan los mismos efectos de adhesión emotiva, cual religiones de sustitución, cultos a la personalidad, y reacción hacia la irracionalidad como ocurriera en los peores momentos de los dos siglos pasados.

Para Marx España era un país muy emotivo, y en este terreno abonado, en el que la fortaleza de los nacionalismos periféricos causan gran admiración entre los cuadros socialistas -¡los nacionalistas son inmunes a sus escándalos por corrupción!-, pues afincados en todo tipo de elementos románticos, étnicos, religiosos, hasta raciales, y en el rotundo sectarismo  y agresividad hacia sus adversarios, hasta convertirlos en causa de todos los males cual el más infantil de las excusas, blindan su dominio electoral. Depreciando el social-liberalismo y la adhesión democrática, tras el fracaso de Bono como candidato a la secretaría general, los nuevos cuadros socialistas descubrieron la utilidad del enemigo necesario y del muro ante la porosidad de toda sociedad moderna, aún a costa de destruir la democracia y la nación. Y funciona. De no producirse el shock, sean los desertores republicanos entrando por la Diagonal sobre los T29 capturados a los propios republicanos, o los soviéticos asaltando la Cancillería, un nacionalismo es capaz de manipular hasta el más penoso de los sacrificios a toda una sociedad. Sólo tras el shock sí se derrumban los integrismos ideologicos. No hay otra manera.

El muro no es de ahora, lo empezó a levantar Zapatero con su ley de la memoria histórica que es incluso más cruel, pues se carga la posibilidad de democracia y la nación española, que el muro étnico levantado por los nacionalistas periféricos, además de ser un muro sobre cadáveres. Tras él, aparece en escena un Pedro Sánchez muy agresivo, que es capaz de paralizar al país con su No es NO, que demoniza a la derecha insuflando un ataque ideológico mayor contra ésta que contra los enemigos del Estado, con los que se coaliga sin despreciar, cuando le fuera preciso, destruir con ellos los fundamentos del Estado y el andamiaje institucional.

Edmund Burke, uno de los padres del republicanismo británico, se dirigía así a los electores de Bristol en 1774. “El Parlamento no es un congreso de embajadores que defienden intereses distintos y hostiles, intereses que cada uno de sus miembros, debe sostener, como agente y abogado, contra otros agentes y abogados, sino una asamblea deliberante de una nación, con un interés: el de la totalidad; donde deben guiar no los intereses y prejuicios locales, sino el bien general que resulta de la razón general del todo”, descubriéndonos doscientos cincuenta años después las profundas carencias y fallas que este social-populismo ha provocado en nuestro sistema político, convirtiendo los diferentes poderes del Estado en espacios a colonizar y a la oposición en un colectivo hostil, objeto de odio, sin lugar de encuentro, destrozando los fundamentos necesarios de cualquier convivencia política.

Gobiernos frankensteins, enconada oposición a la oposición, conculcaciones a la legalidad, desautorización del poder judicial, del rey, potenciación y amparo de las minorías antisistema, dan como resultado la liquidación de nuestra convivencia en democracia, el éxito de la estrategia del desencuentro.