Rubén Amón-El Confidencial
El líder socialista convierte la investidura en un blindaje personal y emprende una legislatura que en su evidente precariedad podrá llevar a cabo muy pocas reformas
Impresiona la ternura con que Guillermo Fernández Vara observaba la investidura de Pedro Sánchez. No ya porque se recreaba en la normalidad que implica ungir al candidato más votado en las urnas, sino por las píldoras de amnesia que se ha recetado a sí mismo como remedio a las incongruencias. El presidente de Extremadura tanto criticaba antaño el populismo de Iglesias como abominaba del racismo, intolerancia y xenofobia del independentismo catalán, pero se ha convertido en el más entusiasta de los conversos. Y en el más optimista costalero de la coalición “progresista”, asumiendo que los extremeños forman parte de una categoría inferior desde los dogmas identitarios que plantea Junqueras en el púlpito de los pueblos elegidos.
Puestos a dudar, Fernández Vara ni siquiera fue jamás un sanchista. Pertenecía al susanismo, al rubalcabismo, pero la ceremonia del martes le ha inoculado el suero de la mentira. Igual que les ha sucedido a otros colegas del PSOE que aplaudían en pie el discurso mesiánico y sentimental de Iglesias. La bandera del Partido Socialista ondea invertida en la Moncloa. Y el maximalismo del gran objetivo subordina todos los principios y todos los compromisos.
Se equivoca el PP en las alusiones al “fraude electoral” y se demuestra que Casado está cómodo en el antagonismo de la “banda”. Sánchez es un presidente legítimo, democrático, constitucional. La votación del 7E acredita el escrúpulo litúrgico y la normalidad del sistema, pero no hace falta destacar las evidencias institucionales para subestimar las inquietudes políticas que implica el nacimiento de una coalición temeraria, precaria y expuesta al soborno del soberanismo.
De hecho, las apreturas del resultado sobrentienden las dificultades de la convivencia. La aversión recíproca de Iglesias y Sánchez se añade al trabajo de capataz que va a ejercer Gabriel Rufián, pero la investidura es un éxito político y personal del líder socialista. No porque sobrevenga una legislatura dichosa ni fértil en la vanagloria de la justicia social, sino porque va a resultar imposible evacuarlo. No hay manera de organizarle una eventual moción de censura. Ninguna otra aritmética habilita una alternativa diferente a la suya, menos aún cuando la investidura oficiada este martes discrimina el Parlamento en dos bloques impermeables e irreconciliables. El bien y el mal, naturalmente. El progreso y la caverna. “O coalición progresista o más bloqueo para España”, proclamaba el presidente en un pasaje de la coronación.
Se supone que Pedro Sánchez es el presidente de todos los españoles y que estas burdas simplificaciones taxonómicas comprometen el principio de convivencia, pero ocurre que la extorsión del soberanismo le obliga a diferenciarlos no ya por la ideología -nada hay más reaccionario que el nacionalismo ni partido más conservador que el PNV- sino por las peculiaridades identitarias, los privilegios territoriales y los argumentos sentimentales que expuso la lacrimógena portavoz de ERC: “Me importa un comino la gobernabilidad de España”.
Es el pecado original de la legislatura, el pasaje obsceno que deslució todos los esfuerzos filantrópicos de edulcorar la ceremonia. No es que hicieran falta grandes aclaraciones sobre el objetivo demoledor de Esquerra, pero se agradeció el exabrupto político, aunque fuera para alterar la media sonrisa que el presidente del Gobierno había somatizado en la mandíbula.
Sánchez no cree en absoluto en el supremacismo, en las ocho naciones de Iceta, ni empatiza con los presos políticos que tanto conmueven al camarada Iglesias, pero no ha tenido escrúpulos en someter el cinismo a su estrategia de supervivencia. La Moncloa no define una visión del estado, más bien acota un espacio de narcisismo y de cesarismo (democrático) cuyas repercusiones condicionan el modelo autonómico y la igualdad entre ciudadanos.
La buena noticia consiste en que las grandes reformas que anunciaba el eje del bien se contradicen con los contratiempos de la precariedad parlamentaria. La coalición “progresista” es tan frágil y endeble que difícilmente van a cumplirse ni las ambiciones megalómanas ni los desastres que señala la derecha catastrofista en sus evidentes gradaciones: la xenofobia y eurofobia de Abascal demostró que proliferan las diferencias con Pablo Casado.
Ha necesitado Sánchez seis votaciones para conseguir la investidura, como si fuera la etapa reina del Tour de Francia. Es el premio a la obstinación, al instinto, al talento político. Y la recompensa a la clarividencia con que ha sabido interpretar la frivolidad de una opinión pública implacable con el pasado remoto y condescendiente con las mentiras recientes, de tal forma que la mejor esperanza de la legislatura naciente radica en que Sánchez termine engañando a Iglesias y a Junqueras.