JOSÉ MANUEL BANDRÉS-EL PAÍS
- Los magistrados del Supremo y del Constitucional deben actuar de modo que sus resoluciones se perciban como justas, no como fruto de convicciones partidistas o del ciego voluntarismo doctrinal
La labor de los intérpretes de la Constitución está sometida a la observancia inequívoca, contrastada e incondicional de una serie de valores y principios de carácter material o sustantivo, que constituyen la base ideológica del Estado constitucional, y cuyo enunciado está vinculado a la definición de la Constitución que hicieron nuestros constituyentes como “Carta Magna de la dignidad, la concordia civil, la libertad y la justicia social”.
En el preámbulo de la Constitución y en su articulado se proclaman un núcleo de valores, que son expresión del thelos del Estado constitucional, que es el de establecer la justicia, la libertad y la seguridad, promover el bien común de cuantos integramos la nación y garantizar la convivencia democrática dentro de la Constitución y las leyes conforme a un orden económico y social justo, que configuran el ideario colectivo que compartimos como miembros de la comunidad política surgida de un escenario de libertad al amparo de nuestra Ley Fundamental.
Los valores de libertad, igualdad, justicia y pluralismo político, que se consagran como valores superiores del ordenamiento jurídico en el artículo 1 de la Constitución, enmarcan la función hermenéutica de los intérpretes de la Constitución, que no pueden ignorar ni eludir ninguno de estos valores al resolver las controversias de cualquier naturaleza que se susciten ante sus sedes.
Junto a estos valores constitucionales, que fundamentan el Estado constitucional, concebido como Estado social y democrático de derecho, se descubren en el texto constitucional una serie de valores, entre los que cabe destacar la dignidad humana, el espíritu de apertura y de tolerancia, el respeto a la libertad de los otros, la diversidad ideológica y cultural, la solidaridad, la justicia social, la cohesión social y territorial, que delimitan el ámbito de actuación de todos los poderes del Estado y las conductas de la ciudadanía.
Pero además de estos valores, se enuncian en la Constitución principios de carácter ético dirigidos expresamente a los titulares de las instituciones del Estado, constituidas al abrigo de esta, entre los que se incluyen los órganos que integran el aparato jurisdiccional: el principio de sometimiento a la Constitución y a las leyes, el principio de lealtad constitucional, el principio de transparencia, el principio de responsabilidad o el principio de interdicción de la arbitrariedad, que tratan de acotar el ejercicio de las potestades públicas e impedir el uso abusivo del poder.
La función de estos principios y valores es dignificar las instituciones del Estado, en cuanto actúan como guardarraíles que protegen la supervivencia del sistema democrático, que se vería gravemente erosionado si los comportamientos de los responsables públicos contrarios a la Constitución se impusieran en la realidad política y jurídica del Estado constitucional.
Es incuestionable que la democracia constitucional se desarrolla, se refuerza y resiste cuando todos los actores constitucionales ejercen sus funciones conscientes del peso de la responsabilidad que asumen al acceder a las funciones y cargos públicos. El Estado constitucional fracasa y la Constitución perece en un potencial escenario de flagrante menosprecio o desconsideración al círculo virtuoso de los valores éticos referidos a las ideas de honestidad, ejemplaridad, responsabilidad y rendición de cuentas.
Estos deberes éticos son particularmente exigibles a los poderes que tienen encomendada de forma preeminente la misión de interpretar la Constitución, —jueces y magistrados integrantes del poder judicial y magistrados del Tribunal Constitucional— que deben ejercer sus funciones jurisdiccionales con rectitud, templanza, profesionalidad, con extremado rigor jurídico, con sentido de la ponderación, de modo que sus resoluciones se perciban como justas, resultado del buen hacer jurisdiccional, fundamentadas en la correcta aplicación de los métodos de interpretación propios del Derecho Constitucional, y no como fruto de convicciones partidistas, del mero subjetivismo ideológico o del ciego voluntarismo doctrinal.
La caracterización de los intérpretes de la Constitución de independientes e imparciales reclama una predisposición a ejercer sus potestades con objetividad, con pleno sometimiento al imperio de la ley y el derecho, sin estar condicionados por los intereses de las partes del proceso o por terceros, persuadidos de los deberes jurídicos que comporta el cumplimiento de estas garantías procesales para preservar la confianza de los ciudadanos en las instancias jurisdiccionales.
El espíritu de templanza y moderación requiere de los intérpretes constitucionales el esfuerzo intelectual de contención necesario para que sus decisiones no contribuyan a la politización de la justicia o a la indeseada judicialización de la política, que degradan el adecuado funcionamiento del Estado democrático.
Particularmente, a los jueces constitucionales, que tienen la misión de controlar, desde la perspectiva y las dinámicas jurídicas, el sometimiento a la Constitución del poder legislativo, del poder ejecutivo y del poder judicial, a través de la prosecución de los procesos constitucionales, en defensa del propio orden constitucional, la comunidad jurídica, y la sociedad en su conjunto, les reclama que ejerzan su función vigilante y fiscalizadora conscientes de que las posibilidades de intervención no son ilimitadas —tal como advirtiera el insigne jurista presidente del Tribunal Constitucional Manuel García Pelayo—. A los jueces constitucionales les está vedado imponer sus criterios por encima o al margen de los designios o mandatos de la Constitución, pero también usurpar las facultades que corresponden al poder constituyente.
La justicia constitucional no puede negar ni oscurecer el protagonismo que corresponde al Parlamento y al Gobierno, tal como sostiene el juez del Tribunal Supremo del Reino Unido Jonathan Sumption, en el despliegue de los derechos políticos, económicos, sociales, culturales y ecológicos reconocidos en la Constitución.
Le corresponde construir unos cimientos jurídicos lo suficientemente sólidos como para edificar una democracia avanzada, plena y fuerte, sustentada en la protección de los derechos humanos, dotada de la autoridad necesaria para ser gobernada con eficacia en aras de la consecución del interés general y el bien común.
La ética comunicativa, en el sentido de Jürgen Habermas, requiere de los intérpretes constitucionales que desempeñen sus funciones en el contexto de la racionalidad argumentativa y con plena transparencia, de forma que los ciudadanos puedan ver que se hace justicia.
El discurso de la ética pública proporciona a los intérpretes de la Constitución una base legitimadora de su actuación, en la medida que sus resoluciones solo son lícitas cuando estén fundadas en la búsqueda de la extensión de la libertad, la igualdad y la justicia y persiguen y fomentan la paz social.
Sabiendo lo que la Constitución significa, los intérpretes constitucionales deben procurar la defensa de la democracia entendida como razón pública, tal como propugna Amartya Sen, estando plenamente comprometidos con la idea de que, al descifrar el contenido de las disposiciones constitucionales y resolver las tensiones y conflictos, contribuyen de forma determinante al desarrollo y consolidación del Estado constitucional, pues su labor tiene por objeto fijar el sentido de las normas constitucionales, estando en juego la determinación, el significado y contenido de los valores democráticos que regulan las condiciones de libertad de los ciudadanos y delimitan las facultades de los órganos constitucionales.
La buena gobernanza del Estado constitucional requiere que los órganos constitucionales legitimados para interpretar la Constitución respeten de modo absoluto los imperativos de naturaleza sustantiva y ética que rigen su actividad, coadyuvando de este modo a iluminar el universo axiológico de la democracia, integrado por los valores de convivencia, respeto mutuo y fraternidad, y a fortalecer la democracia jurídica, que constituye uno de los componentes del Estado constitucional que se revela esencial para asegurar la estabilidad institucional, para combatir la desigualdad y la injusticia, y para crear bienestar y prosperidad.