La sensación literaria del momento en Reino Unido es la novela fantástica The Constant Rabbit, del escritor Jasper Fforde. El libro arranca con un extraño fenómeno que en el Reino Unido de 1965 convierte a 18 conejos ordinarios en 18 conejos antropomorfos y tan inteligentes como un ser humano.
En 2020, los conejos de tamaño humano se han multiplicado hasta superar el millón, lo que provoca la llegada al poder del Partido Anticonejos y genera una oleada de ataques de extremistas de derechas contra esos nuevos ciudadanos británicos. El líder del Partido Anticonejos, Nigel, propone entonces construir una madriguera gigante bajo el suelo para meter a todos los conejos antropomorfos en ella. El resto se lo pueden imaginar.
Como respeto la inteligencia del lector y su capacidad para leer metáforas, no voy a explicar de qué está hablando Fforde en realidad. La derecha lee Sumisión de Michel Houellebecq, y la izquierda, novelas sobre conejos humanos. A cada cual según sus capacidades y, sobre todo, su bondad innata, ciclópea en el segundo caso.
Leo que The Constant Rabbit ha sido calificada por el diario The Guardian (el equivalente británico de El País) como «escalofriante y realista». Realista como un cuadro de Antonio López, sí.
La valoración de The Guardian nos devuelve a esos años en los que la izquierda mediática, la misma que hoy defiende la equivalencia del burka y el bikini, identificaba a los puritanos de El cuento de la criada con Donald Trump y obviaba el paralelismo más obvio para esos odiadores de mujeres. Es la misma izquierda que ve franquismo por todos lados menos en Cataluña y el País Vasco, donde este todavía gobierna.
La semana que viene publicaremos en EL ESPAÑOL un artículo de Kishore Mahbubani. Mahbubani no es muy conocido todavía en España (quizás le suene a algunos como expresidente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas), pero es uno de los analistas geopolíticos más lúcidos, y sobre todo influyentes, del momento. Piensen en una mezcla (asiática) de Samuel P. Huntington, Francis Fukuyama y Niall Ferguson.
Mahbubani, singapurense, es el autor del libro Has China won? (¿Ha ganado China?) y una de las muy escasas voces que se escuchan con atención tanto en la Casa Blanca como en Zhongnanhai, la sede oficial del Gobierno chino. Mahbubani es, además, el principal defensor de la tesis de que el siglo XXI será asiático. Chino, concretamente.
En su artículo, del que voy a hacer un pequeño espóiler, Mahbubani, que tiene tan clara como nosotros la irrelevancia de la Unión Europea en el contexto internacional, identifica de forma muy clara la mayor «amenaza existencial» que pende sobre el continente en estos momentos:
«En 1950, la población europea (379 millones) era casi el doble que la de África (229 millones). Hoy, la población africana (1.200 millones en 2015) es el doble que la de todos los países europeos (513 millones en 2018). En 2100, la población africana será diez veces superior a la europea: 4.500 millones de africanos frente a 493 millones de europeos».
La tesis de Mahbubani, que no analiza la inmigración en términos morales, sino prácticos, no es una excentricidad. Pero mientras en el resto del planeta, ese que concibe el mundo desde un punto de vista esencialmente pragmático, se habla ya de la inminente decadencia de Europa, en la Unión Europea se debate una y otra vez sobre supuestas deudas históricas, sobre el tamaño de nuestra superioridad moral (¿es esta colosal o sólo gigantesca?) y sobre cuántos puntos del PIB creceremos cuando Europa albergue 100 o 200 millones de inmigrantes y no 20 como ahora.
El problema de Europa es el mismo que la llevó a convertirse en cuna de los imperios griego, romano, español, francés y británico: una posición geográfica que supone una ventaja si tu filosofía es agresiva y expansionista, pero que la condena si esta es defensiva. Estados Unidos, prácticamente una isla, no será invadido jamás por cientos de millones de inmigrantes a no ser que su Gobierno lo permita. Pero Europa sí puede ser invadida con facilidad, lo quiera o no lo quiera.
Esta no es una valoración moral. Independientemente de la postura ideológica que se adopte respecto a la inmigración (de rechazo absoluto, de matizada reticencia, de aceptación resignada o de beneplácito entusiasta) no parece que exista mucho debate acerca de la evidencia de que nuestro Estado del bienestar, nuestra concepción de los derechos humanos y nuestro estilo de vida cambiarán de forma muy significativa en cuanto la inmigración africana y medioriental alcance masa crítica en Europa.
La pregunta, obviamente, es en qué sentido lo hará.
Dicho de otra manera. La incógnita no es qué ocurrirá, sino el cómo. ¿Será Europa una sociedad multicultural en la que seres humanos y conejos antropomorfos convivan en pastoril armonía o será el campo de batalla de dos culturas filosófica, política y socialmente incompatibles que compiten por un mismo territorio y, sobre todo, un mismo presupuesto público?
No hace falta haberse leído la Biblioteca Nacional de la A a la Z para intuir la respuesta a esa pregunta. Sobre todo a la vista de la debilidad de la idea que une hoy a los europeos (el progresismo) y la extraordinaria fortaleza de la que une a esos inmigrantes (la religión).
Suele olvidarse que la actual política de inmigración europea no es europea, sino alemana, y que su ideóloga es esa Angela Merkel que pretende hacer con los 1.900 millones de habitantes de África y Oriente Medio lo mismo que hizo la Alemania democrática en 1990 con los 16 millones de la Alemania socialista. Absorberlos.
Una simple regla de tres de los millones que se invirtieron en la reunificación alemana y de los que serían necesarios para ese Plan Marshall interno con el que sueña Merkel (incluso aunque apenas llegara a Europa un 5% de esos 1.900 millones de personas) serviría para acabar con la fantasía. Y eso por no entrar en la homogeneidad cultural de alemanes del este y del oeste, que algo facilitó el tránsito en su momento.
Pero el debate es tabú porque nadie quiere ser reo del peor delito del que puede ser acusado hoy un europeo: la falta de piedad cristiana (es decir, de piedad progresista). La evidencia de que no existe nación sobre la faz de la Tierra que haya sobrevivido incólume a un vuelco demográfico como el que se avecina en Europa es obviado y sustituido por una fe diamantina en el proceso de asimilación.
Un proceso, por cierto, del que no existe un solo ejemplo en la historia de la humanidad que no haya pasado por la sumisión total de uno de los dos bandos: o de los inmigrados a la cultura de los nativos, o de los nativos a la cultura de los inmigrados.
Pero ya saben: como en el comunismo, lo que ocurrió en el pasado es que el asimilacionismo se aplicó mal.
A Angela Merkel le corresponderá la paternidad de lo que sea, o no sea, Europa en 2050. ¿Mi apuesta? Merkel será recordada en tres o cuatro décadas como el reverso negativo de Carlomagno. Mi única duda es quién hablará antes en Europa de integrar en los códigos jurídicos europeos los preceptos más aceptables de la ley islámica. ¿La CDU alemana o Irene Montero?