Que no haya ganado Wilders ni haya superado su mejor marca es un respiro enorme porque, aunque ha calado, su mensaje de odio y repudio a la UE no se ha impuesto. Al revés, y eso es un alivio para la Unión, porque 2017 está cargado de órdagos electorales. Francia, Alemania, casi seguro Italia y quizás incluso Grecia. Todos son finales, por usar la terminología deportiva. La victoria de Le Pen es infinitamente más relevante para el devenir de Europa que lo que ocurra en Países Bajos, pero la de ayer fue la primera cita, la que sirve para ir tomando el pulso de un continente en crisis.
Dicho eso, la alegría es mínima porque, aún perdiendo, Wilders ya ha ganado en parte. Ha sido el protagonista, el más buscado estos últimos meses. Sus ideas quizás hayan sido rechazadas una vez más por la mayoría de los ciudadanos, pero están sobre la mesa y tienen un buen número de seguidores. Pese al show, al racismo, a la rabia, o precisamente por eso, el extremismo es claramente una parte consolidada y legitimada del espectro parlamentario.
La lectura desde Bruselas es muy concreta. Para la UE las elecciones holandesas tenían que ver menos con el poder en sí que con los valores y las ideas. Por un lado, y como se repiten sorprendidos y resignados muchos embajadores comunitarios, porque la amenaza populista, demagógica o extremista sigue llegando desde donde no la quieren imaginar. Al igual que Marx esperaba la revolución comunista en algún lugar avanzado y acabó explotando en una Rusia económica, tecnológica y socialmente atrasada, muchos supuestos expertos de Bruselas, con esquemas rígidos y obsoletos, estaban preparados sólo para desafíos acordes a sus prejuicios. Para una Syriza en Grecia o un Movimiento 5 Estrellas en Italia y poco más.
A pesar de lo ocurrido en Austria, Dinamarca o Suecia, en las instituciones europeas no entienden o no quieren entender cómo en un país puntero, con un paro casi inexistente y una economía moderna y razonablemente saneada (tras unos años complicados) cala un mensaje tan contrario al espíritu europeo, sea lo que sea eso. Los Países Bajos están abiertos al mundo, llenos de multinacionales y universidades de primer nivel. Con una extensión pequeña, una población bastante cohesionada y un Estado de Bienestar de referencia, un discurso como el de Wilders ha atraído a casi uno de cada cinco o seis votantes.
En política lo importante es gobernar. Pero lo segundo más importante, si no eres capaz de llegar al poder, es marcar la agenda. Eso, de una manera u otra, Wilders y los suyos llevan mucho tiempo haciéndolo, en clave interna y externa, y en la UE son conscientes e impotentes.
La presión desde la derecha, con discursos muy directos, emocionales, abiertamente xenófobos, ha hecho que, en varios momentos, una inestable coalición liderada por Rutte haya ido endureciendo su discurso. Reaccionando una y otra vez, dejando que la actualidad y la oposición fijaran los temas de discusión pública y la intensidad.
Holanda fue, seguramente, el país más duro con Grecia durante las negociaciones de 2015. Rutte fue el representante de los halcones y estuvo en la reunión final, la del 13 de julio, mano a mano con Merkel en los encuentros importantes toda la noche, exigiendo mano dura a cambio del dinero del rescate.
Holanda fue el único país que no ratificó el reciente acuerdo de la UE con Ucrania y obligó a su modificación tras perder el Ejecutivo un referéndum sobre un tema que en el resto de naciones pasó prácticamente desapercibido.
Los Países Bajos fueron uno de los impulsores más activos del acuerdo con Turquía para que dejaran de llegar demandantes de asilo a Grecia. Muchos lo conocen como el Plan Merkel, pero otros como el Plan Samsom, por el ex líder socialista del país. La Holanda de Rutte es una de las que más empuja para una Europa práctica, nada emocional, lejos del sueño federalista y la integración política.
Las elecciones holandesas han metido una dosis de realismo, de pragmatismo y de miedo. La parálisis en los Estados Miembros ha dejado en mano de los escépticos o eurófobos la narrativa, por lo que la UE ha pasado y sigue a la defensiva. Rutte, perfectamente integrado en el juego comunitario, defiende a la UE con los mismos criterios utilitarios que laboristas y tories. Sin empatía, sin cercanía, sin ningún entusiasmo. Como una relación (poco más que comercial) mutuamente beneficiosa, pero no atractiva. Como un matrimonio de conveniencia. Y cuando las dificultades afloran, el discurso de quienes piden un divorcio, pero al menos con convicción, se escucha más.
Los resultados de ayer no son los mejores para la UE, pero son mejor de lo esperados y muestran respaldo a varias formaciones más europeístas y que hay un bloque sólido de simpatizantes. Dejan abierta la puerta al optimismo porque el barco no se hunde y tras el Brexit y la llegada de Trump, tras los buenos números de Le Pen en Francia, parecía el momento de Wilders. La defensa del proyecto europeo, coja el camino que coja, va a estar sustentada en pequeñas victorias parciales y trabajadas. Y para muchos en Bruselas los votos de anoche muestran que hay que pasar a la acción y no esconderse, vender Europa sin miedo a que eso dé alas al Frente Nacional. Conjurado el Nexit, el siguiente paso llega en abril y mayo en Francia. Y a la cita Europa acude algo más fuerte.