José Antonio Zarzalejos, EL CONFIDENCIAL, 5/5/12
Mañana la vieja Europa podría experimentar una sintomatología democrática diferente a la habitual. En Francia, los votos del Frente Nacional de Le Pen serán decisivos para la elección del presidente de la República –y una parte de los más de seis millones obtenidos por este partido apoyará al socialista François Hollande-, y en Grecia, la repelencia que producen los partidos convencionales –el socialista y el conservador- abre serías posibilidades de más presencia parlamentaria a la extrema derecha e izquierda. Ante este panorama hay que acertar en el diagnóstico. La extrema derecha -y la extrema izquierda- no tienen que ver con categorías políticas históricas de horrenda perversidad: el nazismo, el fascismo, el estalinismo y el comunismo soviético y chino y todas sus secuelas. Ninguno de esos movimientos políticos, aunque pudiera alguno disponer en origen de una legitimación electoral, fueron expresiones democráticas. En su esencia fueron organizaciones al servicio de valores totalitarios y criminales.
Los partidos extremistas en sistemas democráticos son productos del mismo sistema, aunque lo sean de manera patológica y, en algunos casos, aspiren a subvertir el propio orden democrático. Son movimientos reactivos y de carácter defensivo que, en la extrema derecha, se caracterizan por un exaltado nacionalismo (“galopa esa bestia del nacionalismo insolidario” según escribió el pasado lunes Felipe González, sin advertir de quiénes son responsables de ello) y por un fuerte sentimiento xenófobo (miedo al extranjero, rechazo al extraño). Su origen tiene que ver, desde luego con teorizaciones políticas, pero mucho más con percepciones sentimentales, especialmente de inseguridad. Grandes grupos sociales -especialmente los menos favorecidos en las sociedades más estructuradas y ordenadas de Europa- se han visto sometidos al estrés de una fortísima inmigración que se ha gestionado pésimamente por los sucesivos gobiernos, por lo general con modelos multiculturales, nada exigentes con los debidos requerimientos de integración. Así se explica que en los Estados europeos con más alto nivel de vida y con sistemas más sofisticados, la extrema derecha esté adquiriendo fuerza.
Es el caso de Holanda con el Partido de la Libertad de Geert Wilders, que dispone de un 15,5% de los votos; o de la impoluta Suizadonde el Partido Popular Suizo -el más templado de los considerados de extrema derecha- se acerca al 29% de los votos. Los Verdaderos Finlandeses están en el 19% y elPartido Liberal Austríaco en el 17,5%. Otras formaciones similares están seriamente implantadas en Noruega (el Partido del Progreso ha llegado al 22%), Hungría, Dinamarca, Bélgica o Eslovaquia. Y Francia puede tener en junio de este año en la Asamblea Nacional una representación impensable hasta ahora del Frente Nacional.
La crisis económica, el fiasco europeísta tras la cesión de soberanía a Bruselas, la privación, quizás precipitada, en la Eurozona de bancos centrales nacionales que permitan políticas monetarias al uso y una fortísima intrusión en los modos de vida (también en las concepciones éticas) de estas sociedades desde grupos de inmigrantes muy potentes, hacen que muchos ciudadanos se agrupen en torno a líderes que, haciendo uso de recursos populistas muy eficaces, tratan de cambiar el rumbo de las políticas convencionales, especialmente las europeístas, ante las advertencias apocalípticas de los líderes atrapados por el síndrome bruselense. Estas formaciones de extrema derecha no ocultan su intención de llegar a sustituir el rol de las moderadas de carácter liberal, democristiano o conservador. Es lo que pretende Marine Le Pen con su Frente Nacional: evitar que gane mañana Sarkozy y dar el sorpasso a la UMP neogaullista en las legislativas del verano. Y tres cuartos de lo mismo ocurre en Grecia; y ocurrirá lo mismo en Holanda. Y ante este fenómeno de extremismo no cabe la estéril lamentación, ni mucho menos la mera descalificación. Hay que indagar por qué se ha producido la exacerbación del nacionalismo y la xenofobia. Y seguramente la respuesta estará en la ineficacia de los partidos tradicionales para actuar de manera democráticamente adecuada ante la inoperancia de la Unión Europea y ante los flujos migratorios.
En cualquier caso, el perezoso recurso de etiquetar como fascistas, o nazis, a estos movimientos, es demasiado simplista y encubre el temor a reconocer la comisión de gravísimos errores en la gestión de los modelos de convivencia social en todos estos países. Pero eso no es lo peor: lo peor es la extraordinaria hipocresía -quizá cinismo- con que, por ejemplo en Francia, los candidatos de izquierda y de derecha cortejan a los electores instalados en la radicalidad sin enfrentarse a las causas de este comportamiento social.
En España no hay extrema derecha en sentido estricto. Determinados sectarismos suponen que está inserta en el Partido Popular, lo que es del todo incierto. Y otros observadores confunden el integrismo y el tridentino conservadurismo moral con la extrema derecha. Otras veces se atribuye la condición de extrema derecha a medios, periodistas y publicistas (‘la caverna’ la denominan) que con intensidad nacionalista y con extremo rigor en sus diagnósticos sobre la emigración, o el vapuleo hiperbólico a la izquierda o la renuncia a la más mínima ecuanimidad, se pronuncian en términos quellegan al insulto o alcanzan una suerte de zafiedad intelectual notoria. En rigor, tampoco estas manifestaciones mediáticas son de extrema derecha, sino ultraconservadoras, en unos casos, y ácratas y nihilistas, en otras. Y, en todo caso, tremendistas por las tesis que sostienen y por las expresiones que emplean. Y tienen su audiencia. Aunque puede garantizarse que ante la derecha republicana norteamericana o la prensa amarilla británica (The Sunet alii) no resisten la comparación. Hay mucha literatura -especialmente de la rama de sociología- que ha abordado la extrema derecha en España. Sin embargo, la realidad está reflejada en las Cámaras legislativas nacionales y en las autonómicas. ¿Dónde está la extrema derecha articulada con tesis xenófobas y ultranacionalistas?
Es posible, como han aseverado muchos politólogos, que el electorado español se haya vacunado con el franquismo ante posibles articulaciones extremistas de derecha. Pero a medida que el régimen dictatorial de Franco se adentra más en la historia y los fenómenos de desasosiego social respecto a sus modos de vida -sea por la falta de instrumentos para modular la crisis económica y la correlativa ineficacia bruselense, sea por la presión de la emigración- se incremente, la aparición de una fuerza política de extrema derecha con aspiraciones electorales resulta verosímil. España ya no está inmunizada a este fenómeno -indeseable- especialmente porque, además de compartir problemas cada vez más parecidos a los de los países en los que estos partidos están implantados, grupos de ciudadanos observan, y con simpatía, cómo han tomado carta de naturaleza en sistemas democráticos muy desarrollados en los que la extrema derecha ha adquirido cierta reputación y respetabilidad. Es el caso del rubio Wilders que ha sostenido un Gobierno democrático durante más de dos años en Holanda, o del propio Frente Nacional en Francia.
Mañana en el país vecino, y en Grecia, en donde sí hay riesgo de emergencia de neonazis, vamos a contemplar el singularísimo y preocupante fenómeno de cómo la extrema derecha se convierte en actor político admitido con todo tipo de parabienes en el club de los miembros con abolengo democrático. Es ese convencionalismo político bipartidista inane –socialistas/conservadores- el que ha abierto las puertas del Estado, por su torpeza, a la impulsividad de la derecha extrema o extrema derecha. Que es un ‘producto’ de la mala gestión del menos malo de los sistemas políticos: la democracia.
José Antonio Zarzalejos, EL CONFIDENCIAL, 5/5/12