Juan Carlos Girauta-ABC
- La voz de Albert Rivera provoca tremendos sobresaltos. Aunque mantuviera la sutileza del último año, solo con oírla los herederos seguirían interpretando -correctamente- que hay directrices sin las cuales puedes dedicarte a la política (ahí están todos), pero no puedes usar el nombre de Ciudadanos
En la despedida de Albert Rivera, el día después de las últimas elecciones generales, quien más quien menos lucía ojos vidriosos. La prensa observaba a los dirigentes nacionales y calibraba su grado de contención emocional. Un mayor conocimiento interno permitía distinguir varios tipos de expansión. Estaban la pena y la consternación por el final prematuro de una carrera política extraordinaria. La pura desazón reinaba entre aquellos que no tuvieron ánimos de subirse a la tarima y contemplaban la escena desalentados a lo Vicente Medina: «¿Pa qué quiés que vaya?».
En el otro extremo anímico se imponían cálculos diversos. Si me coloco aquí saldré en la foto, y esta va a ir a todas las portadas; ridículo y bajuno, muy propio de la política profesional. Que se me vea reconfortando a Inés; cálculo que a lo previsor une lo cómico, porque si alguien no necesitaba consuelo ahí era la que toda la prensa había designado como sucesora. En ese sector las lágrimas bien podían ser sinceras, pero era la sinceridad del entusiasmo.
El caso es que Albert Rivera dijo que se iba y se fue. Uno que dimite. Espectacular. Lo que no dijo es que pensara practicarse el seppuku. Ni que previera entrar en una cartuja y adoptar el silencio contemplativo de la Regla de san Benito. Solo dijo que se retiraba de la política. No de la vida ni de la ciudadanía. Ha ejercido su libertad de expresión con cuentagotas pese a ser constantemente requerido por los medios. Pero lo quieren civilmente muerto. ¿Por qué?
Porque su presencia en el espacio público es aleccionadora: les recuerda que no todo vale. Aunque él no se lo proponga, lo perciben como la voz de su conciencia. Voz que atormenta a los incapaces de ponerle a Sánchez líneas rojas, haga lo que haga. Se han inventado las líneas naranjas, muy adecuadas: significa que se pueden pisar y la mano seguirá tendida hacia Sánchez. En medio de una laxitud laxante, la voz de Albert Rivera provoca tremendos sobresaltos. Aunque mantuviera la sutileza del último año, solo con oírla los herederos seguirían interpretando -correctamente- que hay directrices sin las cuales puedes dedicarte a la política (ahí están todos), pero no puedes usar el nombre de Ciudadanos. Y si lo usas estás mintiendo como un bellaco.
Son cositas muy básicas, no crean. Como estas: si en un gobierno está Podemos, simplemente no negocias con él los Presupuestos; si un gobierno pacta con los golpistas de ERC, no te mezclas con él y lo condenas; si un gobierno anuncia la erradicación formal del castellano en la escuela -ya erradicado de facto-, rompes todo posible acuerdo con él, no solo el presupuestario; si un gobierno se apoya en Bildu, y si su vicepresidente anuncia la entrada de los de Otegui en la dirección del Estado, pasas a ejercer una oposición de martillo pilón, levantas un muro diario frente a su indecencia e intentas capitanear, hasta en las calles, la más contundente repulsa. Eso es Ciudadanos. O eso era antes de convertirse en una gestoría.
El recuerdo de tan sencillas directrices inquieta a los herederos de Rivera, claro, pero eso cuenta poco. Lo sustantivo es que con ellas también se ponen nerviosos los que han depositado sus expectativas en la gestoría, los que se acuestan soñando con los fondos europeos -nuevo Eldorado- y creen tenerlo todo dispuesto para pillar el jackpot: un Sánchez que proveerá, un Casado controlado y centrado (sea lo que sea eso), y Ciudadanos, con sus ecos de viejas gestas, domado y convertido en obediente bisagrita.
Los soñadores en metálico saben que todo ese entramado se desmontaría si Albert Rivera volviera. ¡Pero que no vuelve! Ya, pero ¿y si vuelve? ¡Que no! Pero, ¿y si sí? De ahí tanto interés en disparar a un muerto. Como político, Rivera yace sobre el campo de batalla, donde cayó luchando. Pero para esos sujetos y sujetas sigue teniendo demasiado peligro. ¡Dispárale! ¡Otra vez! ¡Bayoneta!
O sea, que no les basta la muerte política del único presidente que ha tenido Ciudadanos antes de convertirse en bienquedas. Quieren su muerte civil. Que se calle. Para siempre. Y que se borre su recuerdo. Es el miedo cerval al regreso de un fantasma. Un trastorno serio acompañado de una manía persecutoria sin visos de mejora. Oigan, hay cosas que están más allá del poder de los clientes de la gestoría, y una de ellas es que Albert se calle. Va a seguir opinando sobre lo que le parezca, y hace bien. Y la fuerza moral la tiene él.
Adriana Lastra aparece como proveedora de materiales. Su aportación al espantajo, a la construcción de un futuro culpable de la debacle, fue esta mezcla de condescendencia y veneno vertida en TVE sobre el antiguo líder: «Se lo está poniendo difícil a Arrimadas y al nuevo equipo». La cosa se pone interesante al constatar que, antes de las declaraciones de Rivera en Zaragoza que tanto han dado que hablar, la portada de un diario nacional publicó este factoide como noticia principal: (antes, repito) «Cs apunta a Rivera en las críticas al apoyo a Sánchez».
Colijo: los de las lágrimas de cocodrilo o de entusiasmo, los que se abrían paso a codazos el año pasado en la tarima de la dimisión, se confiesan o se coordinan -o ambas cosas- con los proveedores y los medios para colocarse la venda antes de la herida. Así, cuando en febrero Cs se desmorone en Cataluña, cuando el heroico partido que ganó a los nacionalistas pase a la insignificancia por abandono de Inés Arrimadas García, la responsable de dar allí la cara, en la gestoría se aferrarán a la coartada que estas semanas están fabricando, señalarán el cadáver del guerrero caído y gritarán: ¡Culpa suya!