Editorial-El Español

María Jesús Montero ha justificado este viernes el nuevo incremento del salario mínimo, así como la decisión de que empiece a estar sometido a fiscalidad, al haber alcanzado «el 60% del salario medio». «Esta cuantía no es casual», ha defendido, y «por tanto es un sueldo digno».

El sintagma «sueldo digno» es en sí mismo discutible. Porque un salario no es ni digno ni indigno, sino sencillamente la cuantía que un empleador está dispuesto a pagar a cambio de lo que un trabajador es capaz de producir.

Esta opinión bebe del marco erróneo que mezcla la moral con el mercado. Pero el problema no es si el salario mínimo se ajusta a la entelequia de un sueldo justo, sino el alto coste que supone, tanto para los trabajadores como para los empresarios, la imposición artificial de una renta mínima.

Pero lo mollar del asunto está en la argumentación que ha aducido Montero para no elevar el mínimo exento en la misma medida que el SMI: hacerlo provocaría que las Administraciones Públicas dejaran de recaudar hasta 2.000 millones de euros.

Aquí reside el interés real del Gobierno para incrementar la cuantía del SMI, que provocará una mejora de la recaudación pública. Se trata de la fórmula más sencilla para aumentar los ingresos públicos en ausencia de Presupuestos, y en un contexto en el que la reforma fiscal que propuso el Gobierno a finales del año pasado se ha quedado a medias.

Y es que el IRPF supone casi la mitad de la recaudación de impuestos de la Agencia Tributaria. Un tributo del que son una parte fundamental las retenciones del trabajo, que suman la práctica totalidad de lo que se obtiene en IRPF.

Con la nueva subida, alrededor de 500.000 contribuyentes tendrían que tributar unos 301 euros al año. Lo que supone el 43% de la subida, que se llevaría Hacienda. Es decir, 150 millones de euros al año adicionales. Y el Ministerio no está dispuesto a renunciar a esta suculenta recaudación.

Pero el modelo fiscal español no puede regirse por la idea de que la clase media y trabajadora se empobrezca para enriquecer al Estado. El resultado de este esquema es un sistema tributario que incumple el principio fundamental de la progresividad.

El caso del SMI es el más flagrante. El diseño de los impuestos acaba haciendo que el contribuyente que menos percibe pague más porcentaje de IRPF, toda vez que ha aumentado el tipo medio efectivo mientras la renta per cápita en términos reales se ha mantenido. Lo cual, sumado al efecto de la inflación, supone irónicamente que el perceptor del SMI acabe perdiendo poder adquisitivo en lugar de ganarlo.

Ciertamente, no es de recibo seguir aumentando el mínimo exento del IRPF con cada subida del SMI. Pero tampoco tiene sentido hacer tributar a sus perceptores sin corregir algunos parámetros del impuesto. Unas correcciones que permitan que la redistribución tenga en cuenta las distintas necesidades y circunstancias de cada unidad fiscal.

La clave no es dejar exento al nuevo SMI, sino deflactar todos los tipos del IRPF según tramos, para que los trabajadores no salgan malparados de los incrementos salariales.

La encrucijada del SMI demuestra que es un error pertinaz confiar en exclusiva a los impuestos la tarea de reducir el déficit público.

Porque el problema del sistema tributario español no es de recaudación, sino de gasto.

Urge explorar un reajuste del impuesto sobre la renta, al que ningún Gobierno se ha atravido a meter mano por lo que representa en el total de ingresos públicos.

Si María Jesús Montero estuviera realmente comprometida con la «pedagogía fiscal», abriría el debate de si el diseño de los impuestos contribuye realmente al bienestar social. Un replanteamiento integral que tuviera en cuenta los elementos del esfuerzo fiscal, el gasto público y estructura de los ingresos del Estado.

«Populismo fiscal» no es sólo el de Yolanda Díaz, sino también el de quienes postergan la urgente necesidad de acometer la reforma fiscal en profundidad que permece pendiente, y que convierta al sistema tributario en uno realmente progresivo.

Es sano que cunda entre los ciudadanos el cuestionamiento de por qué el Estado se queda con una parte tan importante de las rentas de los ciudadanos, y por qué se gastan tan mal. El Gobierno es el primero que debería asumir la evidencia de que los españoles no ganarán más hasta que el Estado gaste menos.