Carlos Sánchez-El Confidencial
- El mundo no es más seguro hoy que cuando la OTAN tenía menos socios. La agresividad rusa y la incapacidad de Occidente para crear un clima de cooperación amenazan con arruinar los avances de las últimas décadas
Cuando nació la OTAN, en 1949, sus impulsores limitaron a 14 artículos —una extensión inusualmente corta para este tipo de documentos— el texto de su Tratado fundacional. El enemigo era la Unión Soviética, lo que explica su parquedad. Hoy, por el contrario, la OTAN es un inmenso conglomerado que entiende de fenómenos como la inmigración, el terrorismo, el flanco sur, la frontera este, China, la seguridad energética, las guerras híbridas, incluida la desinformación, o los ataques cibernéticos. Y, por supuesto, Rusia.
No es que la OTAN haya traicionado su origen. Simplemente, ha evolucionado. Paradójicamente, en línea con lo que pretendía la Carta Atlántica, firmada en agosto de 1941 en alta mar entre Churchill y Roosevelt, y que es el origen de la Alianza.
La OTAN, de hecho, aunque su naturaleza sea militar y su principal misión sea la de coordinar la actividad de 32 ejércitos tras la incorporación de Suecia y Finlandia, es una institución fundamentalmente política. La propia Carta Atlántica (punto 4) fija entre sus objetivos «el acceso de todos los Estados, grandes o pequeños, vencedores o vencidos, y en condiciones de igualdad, a los mercados mundiales y a las materias primas necesarias para su prosperidad económica», para lo cual considera que la paz «debe ofrecer a todos la libertad de los mares y océanos». La Carta, igualmente, impone entre sus objetivos que todos los países «logren una plena cooperación en el campo económico, con el objetivo de garantizar mejores condiciones de trabajo, progreso económico y seguridad social».
A veces, fundamentalmente desde la izquierda, se traslada el mensaje de que hay una alternativa al sistema dentro de la OTAN
Es decir, la OTAN no es solo el Ministerio de Defensa común de los países miembros, sino que tiene objetivos políticos en aras de defender sus legítimos intereses. Y en esta clave hay que enmarcar su nuevo concepto estratégico aprobado en Madrid, que va mucho más allá de una puesta al día del decidido hace una década. No es casualidad, de hecho, que las sucesivas oleadas de ampliación se hayan hecho en plena euforia del capitalismo global tras la quiebra del sistema soviético.
Conviene saberlo porque a veces, fundamentalmente desde la izquierda, se traslada el mensaje de que hay una alternativa al sistema dentro de la OTAN. No la hay, como ya comprobó el primer Gobierno de Felipe González, que supo de primera mano que si quería que España ingresara en la Unión Europea tenía que aceptar las reglas de juego. Es decir, formar parte de la OTAN, porque la Alianza, como se ha dicho, es una organización de carácter político. Manuel Marín, por entonces el principal negociador de España, lo reconoció en público.
Valores e intereses
Es en esta clave en la que hay que interpretar el nuevo concepto estratégico de la organización, que va mucho más allá de un aumento del presupuesto, una modernización de sus ejércitos o la simple defensa de los territorios más cercanos a la frontera rusa. Lo que ha dejado claro la OTAN es que defiende unos determinados valores e intereses, y todo lo que no esté dentro de su zona de influencia es un adversario potencial. Es decir, el concepto de ‘defensa’ prima sobre el de ‘seguridad’. La defensa supone mantener el pie del acelerador en la carrera armamentista en aras de lograr la disuasión, sea nuclear o convencional, mientras que la seguridad privilegia las políticas de apaciguamiento respecto del potencial adversario.
Ucrania es el mejor ejemplo. EEUU —en esto Europa, por mucha Brújula Estratégica que dice tener, es irrelevante— podría haber buscado crear una zona de seguridad en torno a Rusia, pero ha preferido extender la OTAN con la vista puesta en Pekín más que en Moscú. El resultado, como no puede ser de otra manera, es un nuevo desorden mundial que ha revitalizado viejas amenazas, también en el plano económico. La globalización ha sido útil para superar la utilización de las materias primas y de la energía como instrumento de presión política entre países —origen de los dos primeros choques petrolíferos—, pero la realidad es que el mundo ha retrocedido varias décadas.
El mundo hoy no es más seguro que en 1997, cuando la Alianza Atlántica tenía 16 miembros
En febrero de 1997, George F. Kennan, el diplomático estadounidense más influyente del siglo XX —principal asesor del embajador Harriman entre 1944 y 1946 y autor de la doctrina de EEUU sobre la Unión Soviética tras el fin de la guerra— publicó un artículo en ‘The New York Times’ que de forma premonitoria tituló ‘Un error fatídico’.
La tribuna venía a colación de la ampliación de la OTAN y decía: «Se puede esperar que tal decisión inflame las tendencias nacionalistas, antioccidentales y militaristas en la opinión rusa; tener un efecto adverso en el desarrollo de la democracia rusa; restaurar la atmósfera de la guerra fría en las relaciones Este-Oeste e impulsar la política exterior rusa en direcciones que decididamente no son de nuestro agrado. Y, por último, pero no menos importante, podría hacer que sea mucho más difícil, si no imposible, asegurar la ratificación del acuerdo Start II por parte de la Duma rusa y lograr mayores reducciones de armamento nuclear».
Un cuarto de siglo después de la publicación del artículo se han cumplido todas y cada una de las advertencias de Kennan. El mundo hoy no es más seguro que en 1997, cuando la Alianza Atlántica tenía 16 miembros. Por el contrario, ha empezado una carrera armamentista de imprevisibles consecuencias. Hay pocas dudas de que las decenas de miles de millones de euros que gastará de forma adicional Europa en el marco de la cumbre de Madrid serán correspondidos con un gasto similar extra no solo en China o Rusia, sino en países satélites que no querrán perder el tren de la historia por miedo a ser engullidos por algunos de los dos bloques. Y conviene recordar que cada año el planeta gasta 1,9 billones de dólares en armamento, una cantidad que equivale a la mitad del PIB de Alemania.
Un accidente intelectual
El triunfo de las consideraciones de carácter político sobre el concepto de seguridad no es intrascendente. Forma parte de la ejecución práctica del célebre artículo de Samuel Huntington publicado en 1993 en ‘Foreign Affairs’ sobre el choque de civilizaciones, cuyo planteamiento final es una suerte de determinismo histórico. Las superpotencias están condenadas a confrontarse, lo cual deja a la acción política como un mero accidente intelectual.
Es en este contexto en el que habría que situar la fallida influencia de la OTAN sobre territorios que inicialmente le han sido ajenos: Afganistán (estuvo al frente de la ISAF —Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad—); Libia (donde la OTAN se hizo cargo de las operaciones militares), Irak (donde España aspira a ejercer el liderazgo en 2023 de la fuerzas allí destacadas) y ahora el Sahel.
Ni que decir tiene que las tres primeras misiones han sido un absoluto fracaso. Los talibanes han vuelto al poder en Afganistán, Libia es un Estado fallido y Occidente es hoy irrelevante en Asia central, que es lo que justificó la invasión de Irak. En el Sahel, por último, un extenso territorio que va de Mauritania a Etiopía, está en retirada ante el avances de Rusia, China y el terrorismo yihadista. Sin contar algunas heridas que ha dejado abiertas en los Balcanes.
A EEUU y Europa, que nunca han diseñado una política para la región, nunca le preocuparon las hambrunas o la distribución masiva de vacunas contra el covid liberando patentes, pero sí el terrorismo cuando se convierte en una amenaza. A lo mejor es más barato invertir en el Sahel que en armas para proteger el flanco sur de la OTAN.
Detrás de todo esto se encuentra una revisión estratégica de un viejo conflicto político que poco tiene que ver con Ucrania
En su errónea estrategia, incluso, está camino de convertir a Argelia en un enemigo por el apoyo sin fisuras de Pedro Sánchez (no del parlamento español) a Rabat, cuando históricamente Argel no ha tenido conflictos con Europa pese a la ausencia de una política euromediterránea sobre el norte de África. Si nadie lo remedia, Argelia puede tener la tentación de utilizar tanto la inmigración como el gas como arma política, lo cual dice muy poco en favor del reforzamiento del concepto de seguridad. La era de la cooperación energética —que tan buenos resultados ha dado en el último medio siglo— no solo ha acabado por los embargos a Rusia, sino que es probable que también afecte a Argelia. Todo un problema en medio del mayor riesgo de la humanidad, que es el cambio climático.
Detrás de todo esto se encuentra una revisión estratégica de un viejo conflicto político que poco tiene que ver con Ucrania, que en este caso —al haber subcontratado la guerra— es la que sufre. Primero, por la repugnante invasión de su territorio, pero también porque es una pieza más del tablero geoestratégico en el que las superpotencias juegan su partida.
Vladimir Putin, como sostenía Kennan, ya cuenta con todos los argumentos para desengancharse de Occidente
Si hace medio siglo, el conflicto se movía en el plano ideológico, capitalismo contra comunismo, hoy la rivalidad se centra entre dos visiones del capitalismo, el liberal y el iliberal, entre la democracia y la autocracia, como ha dicho Biden. O lo que es lo mismo en términos menos teóricos, entre Occidente y China, con Rusia ya mirando más hacia el este que hacia el oeste. Putin, como sostenía Kennan, ya cuenta con todos los argumentos para desengancharse de Occidente, y también sus países satélites, sometidos a lo que desde el tiempo de los bolcheviques se ha denominado políticas de influencia, y que Catalina II la Grande resumió magistralmente: «No conozco otra manera de defender mis fronteras que expandiéndolas». Y que en términos futbolísticos sería algo así como control exhaustivo del balón para que el rival no pueda atacar.
Esa es la cuestión de fondo, y no tanto haber entrado en una escalada armamentista impropia del siglo XXI que carece de argumentos racionales. Si se ha dicho —y hasta teorizado— que Moscú es incapaz de conquistar Kiev por su inoperancia y escasa capacidad militar, ¿alguien puede pensar que sus tropas pueden llegar a Estocolmo?
La amenaza china
A veces se olvida, como han recordado estos días algunos expertos, que un dividendo inesperado de la guerra fría para Occidente fue el enfrentamiento soterrado entre China y Rusia al calor de dos visiones distintas del comunismo. Hoy, por el contrario, los viejos enemigos-camaradas caminan de la mano. En febrero de este mismo año, firmaron un documento de 5.300 palabras en el que Pekín y Moscú se prometieron mutuamente que la cooperación «no tendría límites». Y para demostrarlo nada mejor que la respuesta que dio la delegación china en Bruselas nada más conocer el nuevo concepto estratégico de la OTAN: «China prestará mucha atención y responderá de manera coordinada cuando se trate de actos que puedan socavar nuestros intereses» y dado que se considera al país un desafío sistémico, «daremos respuestas firmes y enérgicas».
Hace ahora 25 años, justo cuando Kennan escribió su artículo en el ‘Times’, se firmó en Bruselas el llamado Acta Fundacional, en el que se decía textualmente: «la OTAN y Rusia no se consideran adversarios. Comparten el objetivo de superar los vestigios de confrontación y competencia anteriores y de fortalecer la confianza y la cooperación mutuas». Hoy es papel mojado. También el compromiso de Moscú de respetar las fronteras ucranianas —tras entregar su arsenal atómico— firmado tres años en Budapest. Sin duda, como ha escrito la profesora Mira Milosevic-Juaristi, porque Moscú ha perdido influencia sobre Ucrania —que reclama democracia— y la invasión no es más que la continuación de la política del Kremlin por otros medios.
El nuevo orden no puede estar basado en la musculatura militar, sino en la inteligencia política y la cooperación estratégica
El mundo no es más seguro por haber extendido la OTAN. Primero hacia el Este y ahora hacia el norte con la entrada de Finlandia y Suecia. Y Merkel y Sarkozy lo sabían cuando en 2008 bloquearon la entrada de Ucrania en la organización. Tampoco lo es tras la injustificada invasión de Ucrania. De hecho, Pekín ha encontrado su mejor aliado en Putin, que utiliza la OTAN a modo de propaganda para reforzarse, como hizo Hitler con el Tratado de Versalles, y así poder alimentar el odio hacia la democracia y los valores liberales.
El nuevo orden no puede estar basado en la musculatura militar, sino en la inteligencia política y la cooperación estratégica. Y lo que no es menos relevante, en la construcción de una nueva arquitectura internacional inclusiva, ahora que este término está de moda. Precisamente, para garantizar el espíritu fundacional de la Carta Atlántica cuando habla del libre acceso a las materias primas para garantizar la prosperidad económica. Sobre todo, cuando el mundo se está desenganchando de los combustibles fósiles en aras de luchar contra el cambio climático. Cabe recordar que también las energías limpias requieren de minerales y tierras raras que hoy Europa no tiene.
Es una paradoja que la desglobalización que necesariamente traerá la política de bloques la impulsen las democracias liberales (a las autocracias se le supone). A lo mejor hay que empezar a hablar de paz y volver a poner en el foco los acuerdos Minsk II. Es decir, un alto el fuego inmediato, lo que nunca se cumplió, el retiro de las armas pesadas y, sobre todo, además de una amplia amnistía y la retirada de los mercenarios, una reforma de la Constitución de Ucrania para conceder un amplio autogobierno a los oblast separatistas de Lugansk y Donetsk, y que Moscú ya ha incorporado a su legalidad. En definitiva, volver a hacer política, que es lo contrario que la guerra.