Kepa Aulestia-El Correo

El ataque al monolito en memoria de Fernando Buesa y de Jorge Díez, seguido del ataque a la tumba del primero en el cementerio de Vitoria-Gasteiz, han mostrado de nuevo los déficits que la paz, la normalización y la convivencia presentan todavía en Euskadi, y que apuntan a su perpetuación. Un grupo o dos actuaron para revictimizar a Buesa y Díez, a sabiendas de que su cobardía no sería condenada por la izquierda abertzale, con lo que ambos serían de nuevo revictimizados.

El 22 de febrero de 2000 ETA acabó con la vida de Fernando Buesa y de Jorge Díez, entre los atentados con los que dejó atrás la tregua de 1998. La tregua paralela a la Declaración de Estella. El empeño del lehendakari Ibarretxe por preservar alguna sintonía con la izquierda abertzale le llevó a convocar una manifestación «por la paz» sin consultar con los familiares de las víctimas o con los socialistas vascos. Veintitrés años después, el lehendakari Urkullu apelaba «a quien tenga ascendencia sobre esos grupúsculos». Pero el grupo municipal de EH Bildu en Vitoria-Gasteiz, la formación que ganó las elecciones del 26 de mayo, se ciñó a la doctrina de la izquierda abertzale. Nunca condenar. Si acaso rechazar aquello que se atribuya a grupos fuera de la disciplina partidaria, cuando puedan situarse en su órbita.

Arnaldo Otegi rechazó «hechos, cuya naturaleza y origen se desconocen». Sentenciando que «son una provocación a la convivencia democrática en nuestro país». Sin duda, quiso dejar en el aire su autoría. Dando a entender así que, en el caso de que las investigaciones apuntaran a personas totalmente ajenas a la izquierda abertzale, podrían ser condenables. Aquello de la falta de un suelo ético compartido es nuestro déficit común. Al lehendakari actual no se le ocurriría ni de pasada hacer lo que hizo Ibarretxe. Pero una parte destacada de «nuestro país» describe una órbita viciada.

Si no se condenan los asesinatos de Fernando Buesa y de Jorge Díez resultaría incongruente condenar la vandalización de monolitos o tumbas en su recuerdo. Pero dado que su muerte parece más inevitable que la profanación de sus memoriales, la condena de los asesinatos sería un ejercicio propio de las Tablas de la Ley -no matarás-, mientras que el rechazo de los ataques al recuerdo supondría una réplica propiamente laica. Sobre todo cuando se desconocen su «naturaleza y origen». Lo máximo que Euskadi puede esperar es que los herederos de ETA no sigan homenajeando a sus ascendientes, mientras alegan que como ETA no existe nadie puede hacerse cargo de su pasado.

En su rechazo, Arnaldo Otegi se olvidó de la memoria de Jorge Díez Elorza. Nos ha pasado a todos en algún momento. Pero concurre el hecho de que persiste la inquina extremista contra los ertzainas. O siguen siendo «zipayos», o están sujetos a sospecha permanente, o no existen para la convivencia. Tampoco aquel escolta de 26 años, que dejó de vivir porque su cometido era impedir que ETA atentase contra Fernando Buesa, y la banda quiso demostrar que eso era imposible.