Ignacio Camacho-ABC
- El sanchismo nunca fue otra cosa que la ambición de un arribista falsario capaz de armar una banda de asalto al Estado
Siete años hoy. Aquel discurso de Ábalos –¡¡Ábalos!!– sobre la decencia política. Aquella arenga de Sánchez sobre la necesidad de un giro regeneracionista. Aquella ‘morcilla’ calzada al bies de una sentencia de la justicia para que funcionase como una consigna conspirativa. Aquel bolso de Soraya sobre el escaño de una presidencia vacía. Aquella larga sobremesa de Rajoy en un local sin cobertura, con Cospedal saliendo al portal de rato en rato en busca de noticias. Aquel pacto a escondidas sellado con los independentistas en un hotel de tercera categoría. Aquellas dudas de un Albert Rivera incapaz de entender lo que se le venía encima. Aquella traición del PNV a la semana de haber negociado unos presupuestos repletos de contrapartidas.
Y luego, aquel ‘Gobierno bonito’ del que apenas quedan unos pocos resistentes –ay, Marlasca, ay, Robles, ay, Planas– blindados contra el desgaste de sus honorables reputaciones malversadas. Aquellos gestos de galería que ya apuntaban la conversión del Ejecutivo en un Gabinete de propaganda. Aquellas proclamas de firmeza con los autores de la insurrección catalana. Aquella oposición desconcertada, aturdida por la pérdida intempestiva de su mayoría parlamentaria. Aquella demanda social de elecciones inmediatas arrumbada para consolidar desde el poder una posición de ventaja. Aquella colección de promesas esperanzadoras devenidas en mera farsa, en logrera cháchara bastarda.
El sanchismo nunca fue otra cosa que la ambición de un aventurero, un arribista capaz de armar una banda de asalto al Estado para utilizarlo como plataforma instrumental de desclasamiento, de escalada personal, familiar y grupal hacia un estatus de privilegio. Una revancha narcisista contra los compañeros de partido que vieron venir –tarde– la verdadera condición malsana del proyecto para terminar muchos acomodándose luego al calor de algunos puestos subalternos que el líder les concedía sin ocultar su desprecio. Un experimento cesarista cuyo éxito fraudulento ha transformado un pilar orgánico de la Transición en un ejército de soldados de terracota mudos, sordos y ciegos.
Al cabo de siete años, el resultado es una degradación integral, de arriba abajo, de las bases del sistema democrático. El principio de legalidad, la separación de poderes, el consenso institucional, la alternancia, la palabra como contrato moral con los ciudadanos, la centralidad como espacio de convivencia y de diálogo entre adversarios: todo eso ha caído bajo la presión del enfrentamiento de bandos, del oportunismo populista, del sectarismo cismático. La corrupción no es la consecuencia de ese modelo autoritario sino su razón de ser, su marco fundacional desde el mismo momento en que nació de la mano de un hatajo de delincuentes prófugos o condenados. Y aunque todavía no sean irreversibles los estragos, mientras más tiempo pase más trabajo costará repararlos.