Mafrtín Alonso Zarza-El Correo

Si el modelo británico podía considerarse el polo opuesto al de los Balcanes, en poco tiempo el referéndum ha producido un gran impacto en el tejido social y lo ha fracturado, como en Cataluña

Hace trece años un periodista publicó ‘La España de los pingüinos: una visión antibalcánica del porvenir español’. ‘Pingüinos’ eran los que se proclamaban como yugoslavos en vez de serbios, croatas, bosnios, etc. Entonces los Balcanes operaban como un estereotipo negativo, la antítesis de los valores y normas de la Europa occidental. Incluida España. En efecto, el proyecto de construcción europea no es solo un empeño político sin precedentes, es también el reverso de lo que se denomina balcanización y, en lo concreto, una respuesta a la desolación que los nacionalismos trajeron a Europa en el siglo XX. Si durante décadas el proceso de ensamblado y reabsorción de fronteras fue la norma, hoy observamos peligrosas corrientes en sentido contrario.

La salida de Reino Unido tiene un alto contenido simbólico: supone la reversión de la tendencia señalada y un triunfo del euroescepticismo nacionalpopulista. La letra gruesa del resultado de las últimas elecciones destaca una victoria contundente de Boris Johnson. Pero en la letra fina quedan estos datos: el Partido Nacional Escocés ha obtenido una victoria arrolladora y los grupos nacionalistas opuestos al Brexit son también mayoritarios en Irlanda del Norte. De modo que lo que en perspectiva se vislumbra es la posibilidad de que Reino Unido no lo sea tanto.

Si hasta no hace mucho el modelo británico podía ser considerado como el polo opuesto al modelo balcánico, observamos que en pocos años una herramienta peligrosa al servicio de una movilización identitaria, el referéndum, ha producido un enorme impacto en el tejido social fracturándolo en leavers y remainers (favorables y contrarios al Brexit), con consecuencias enormes para la salud democrática, como vemos también en Cataluña. El señuelo de los brexiters ha sido la nostalgia imperial, la grandeza perdida. Los sueños de la razón producen monstruos, a menudo envueltos en cartografía irredentista: Gran Serbia, Euskal Herria, Eretz Israel, Països Catalans o el Imperio Español que alucina Vox en sus viajes a Covadonga.

Como en el modelo balcánico. Allí fue el credo de la Gran Serbia el que trajo el desastre. Era el verano de 1989, cuando Milosevic, aprovechando la mitología de la batalla de Kosovo, pronunció el discurso que marcó el cambio de agujas desde el internacionalismo federal de la fraternidad y la unidad al dogma del derecho de cada pueblo y nacionalidad de Yugoslavia al libre desarrollo de su propia identidad cultural. Enseguida se construyó la memoria de los odios ancestrales aprovechando episodios trágicos como Jasenovac (un campo de concentración en la Croacia ustacha). Pocos años después Yugoslavia naufragó en un mar de sangre. El modelo balcánico descansa en la segmentación tribalista, que reniega de los valores compartidos en favor de los propios (los hechos diferenciales, una hoja de parra del supremacismo), despliega el arsenal de la guerra cultural y, cuando esta ha culminado su curso, desencadena el conflicto intergrupal que da lugar a nuevos sujetos políticos.

Aunque se subraya el aspecto exterior, de fragmentación territorial, la balcanización es un proceso que comporta dimensiones internas, sociológicas y políticas, profundas. En el aspecto sociológico, la balcanización requiere de mecanismos intensivos de radicalización nativista, mediante los cuales el ‘nosotros’ nacionalista particular se convierte en el nosotros del gentilicio (los nacionalistas serbios, vascos, catalanes, británicos o hindúes, son los serbios, vascos, catalanes, británicos o hindúes a secas). Este proceso de homogeneización interna, de limpieza cívica (Gleichschaltung), es previo al de destrucción externa (nosotros solos, limpieza étnica, Endlösung). En un discurso de principios de 1989, Milosevic propugnó la homogeneización étnica; en 1995 llegó el horror de Srebrenica.

En cuanto a la dimensión política, el efecto mayor es la reconfiguración del espacio ideológico. Una parte de la izquierda se convierte al nacionalismo (el caso de Milosevic y su séquito), lo que da lugar a lo que podemos llamar una izquierda étnica o reaccionaria, y otra se abstiene, con lo que el civismo y el internacionalismo quedan huérfanos de representación. Obsérvense los resultados de las políticas de nacionalización en lugares tan distintos como India, Serbia, Cataluña, Flandes o Israel. Allí se han impuesto las visiones extremas a costa de los programas cívicos. Por añadidura, a menudo se construyen coaliciones cruzadas de facto (independentistas catalanes-Vox) entre los espacios polares en detrimento de los partidos moderados. El proyecto europeo posbélico ha sido propulsado por políticas socialdemócratas; la debilidad actual de la socialdemocracia, resultado de la pinza estratégica de neoliberalismo y nacionalpopulismo, es también un efecto colateral de la balcanización. El extractivismo identitario, al identificar lo común con lo nacional, instaura una desigualdad correlativa a la económica. Podemos resumir esta deriva parafraseando a Mario Onaindia: la movilización de los prejuicios étnicos produce perjuicios críticos.

A primeros de noviembre murió el gran hispanista, historiador y humanista Gabriel Jackson. En sus escritos insiste en que se ha minusvalorado la fuerza del nacionalismo comparada con la solidaridad de clases; de otro modo, no se ha prestado suficiente atención al poder de seducción del paradigma balcánico. De ahí su admiración por el impulso altruista e internacionalista de los brigadistas internacionales; como la Unión Europea, son formas de resistencia al frenesí identitario, al bacilo balcánico. Las reminiscencias presentes deberían activar las alarmas.