Ignacio Camacho-ABC

  • El arte cristiano no sólo provoca emoción estética; preserva el relato espiritual que articuló la construcción europea

Ha querido el ¿azar? que coincidiesen en el tiempo tres celebraciones especiales del catolicismo europeo. La reapertura de una Notre Dame deslumbrante resurgida del fuego, el congreso mundial de hermandades y piedad popular en Sevilla y el encendido del árbol y el belén en la Plaza de San Pedro. El símbolo de la Francia cristiana, la manifestación multitudinaria de la devoción del pueblo y la tradicional liturgia romana del Adviento. Una descomunal operación de Estado, un despliegue gigantesco de fe espontánea y el rito navideño en el corazón del Vaticano como demostración sincrónica de que la Iglesia de Cristo es el único ámbito religioso capaz de acoger en su seno a creyentes y agnósticos, a fieles y laicos.

Es cierto que Macron aprovechó para montar un espectáculo de propaganda con el que disfrazar la inquietante crisis republicana. Es verdad que por motivos de salud, diplomáticos o de otra índole inexplicada se echó en falta en París y en la propia Roma la presencia del Papa. (¿Por qué no hubo tampoco en la capital francesa ninguna representación oficial de España?). Y es probable que los sevillanos hayan caricaturizado su propio estereotipo sacando de golpe al Gran Poder, al Cachorro, a las dos Esperanzas y a tres patronas de localidades cercanas en una procesión extemporánea. Pero no es menos evidente que las tres ceremonias revelan una potente voluntad de expresar la fortaleza y el empuje de la espiritualidad mediterránea en una Europa crecientemente secularizada.

La coincidencia ha sido más o menos casual, pero entraña un mensaje. El de la persistencia del cristianismo como eje de una construcción política y social fundada sobre principios morales y capaz de convivir con otros credos, o con su ausencia, desde una actitud respetuosa, ecuménica, de integración tolerante. El de los ideales de trascendencia y de humanismo que continúan articulando la complejidad de nuestras sociedades a través de códigos éticos y culturales instalados en el sustrato de la identidad colectiva y de los sentimientos populares. El del perdón y la memoria como claves de una experiencia comunitaria transmitida a través de un legado histórico y patrimonial formidable.

Notre Dame es de todos. Nuestra. Como la columnata de Bernini, como la catedral de Colonia donde los Reyes Magos guardan el secreto de su leyenda, como la Compostela donde confluye desde hace siglos la médula del alma europea. Como la Piedad. Como la Macarena. El arte sacro, su arquitectura, su imaginería, su narrativa simbólica, han estructurado nuestra civilización, han representado su esencia, han desafiado sus crisis, han sobrevivido a sus guerras, han trascendido el tiempo con el orgulloso esplendor de su belleza. Y su conservación no sólo nos provoca una emoción estética sino que preserva el relato de lo que somos y sostiene el sentido de los valores de esta época.