EL MUNDO 13/10/14
ARCADI ESPADA
El hermano borde, aunque gemelo, de la España Imperial, del Faro de Occidente, de la España que descubrió el Atlántico y conquistó Perejil es este país que se propone cada día a sí mismo como la agonía de la civilización y el dorso de la democracia. Este aire flatulento a tertulia de ateneo. Este pesimismo impostado y casposo. Esta incurable anacronía. España no es una gran nación, sino algo mucho más importante: una nación normal. Una nación del primer mundo donde tratar a los enfermos de ébola acarrea los mismos problemas, y las mismas letales incompetencias, que en Tejas. Donde la corrupción prende, y se descubre y se castiga, al amparo de la libertad. Una nación que vivió a plazos, como todas, y que le llevará un tiempo pagarlos y enjugar el personal sobrante de la euforia. Una nación moderna que se enfrenta al grave problema de la democracia mediática: la exhibición agobiante de los idiotas. No es que haya aumentado su número. Es seguro que la alimentación, la higiene y la educación los han reducido. Pero ahora participan en lo que llaman, con su despótico atrevimiento, la conversación. Una buena parte de la política y los medios han decidido servirles y adularles. ¡Al fin y al cabo son negocio y mayoría! El problema no es solo que se hayan fundado recientemente partidos que satisfacen ese nicho, supuración ellos mismos de la idiotez: es que su influencia se detecta de modo transversal en la política. Y no digamos en los medios: la ignorancia se ha convertido en el más grande espectáculo contemporáneo.
Esta idiotez realmente gobernante ha adoptado ahora el sobado cuento de la decadencia de la nación. De probada eficacia universal. No hace falta ser español para estos dramitas. Ahí está el francés: un napoleonote al sentarse a la mesa; y preguntándose luego, en cada encharcada digestión, où sont les grands hommes? Ahí gime el pobre leoncito brit: desdentado por la indeleble humillación de tener que preguntarle a otro brit si quiere seguir siéndolo. En cualquier época y en cualquier lugar el infecto populismo utiliza el relato de la nación decadente para medrar. Fíjense: allí donde haya un idiota se comprobará cómo echa la culpa de su intransferible idiotez a la nación.
España solo tiene un problema con denominación de origen, endémico como la malaria en Myanmar o el hielo en Noruega: la cíclica emergencia de grupos xenófobos, eso que el ministro Catalá llama con tanta gracia la singularidad –la misma palabra, por cierto, con la que se refiere al ébola–. Desde hace tres décadas el nacionalismo se ha dedicado al sabotaje del Estado democrático con una obstinación que no ha excluido la sangre.
Este es todo el problema español. No solo el sabotaje. También la respuesta dada. Es conocido el rasgo principal de la democracia, que es el de incluir a sus enemigos. Pero con la seca condición de identificarlos como tales.