Ignacio Camacho-ABC

  • El liderazgo del Rey salvó la confianza en el Estado y rescató a las instituciones de su naufragio en el caos valenciano

EL personaje de este año podría ser Trump, cuyo retorno a la jefatura del `imperio´ anuncia cambios globales que sólo podrá confirmar el tiempo, pero en España no ha habido en 2024 figura más positivamente relevante que la de Felipe VI. No sólo porque haya cumplido la primera década de su difícil reinado sorteando con éxito numerosos problemas de primer rango, ni porque se haya asentado como referente de estabilidad y de sensibilidad social en la valoración demoscópica de los ciudadanos. Sino, sobre todo, porque ha sabido y logrado una vez más estar a la altura de las circunstancias en un momento dramático que comprometía muy en serio la confianza pública en el funcionamiento del Estado. Porque cuando todo parecía fallar, y fallaba de hecho, en el desastre valenciano, el Rey ocupó de nuevo el vacío institucional para evitar el fracaso con una demostración de autoridad moral, empatía humana, compromiso civil y reflejos de liderazgo.

Como en la crisis catalana de 2017, la de la insurrección de independencia, el monarca fue el único dirigente capaz de identificar en las consecuencias de la riada un grave peligro para el sistema. También como entonces, la cadena de fallos sucedidos antes, durante y después de la tormenta había provocado una parálisis funcional completa. Las autoridades nacionales y autonómicas, enzarzadas en un inadmisible conflicto de competencias, se desconectaron de la realidad y sufrieron un ataque de inmovilidad cataléptica. Entre la población afectada, y en la que contemplaba a través de los medios las proporciones de la tragedia, cundió una mezcla de desesperación, rabia e impotencia. En medio de esa atmósfera de descontento inflamable, sólo La Zarzuela entendió la necesidad urgente de ofrecer una respuesta. De la única manera posible, sobre el terreno, donde las papas queman, aguantando la indignación, las quejas y las bolas de barro a cara descubierta.

No hace falta insistir en comparaciones que dejaron claras los hechos. Había una clamorosa ausencia de instituciones, una deserción general de responsabilidades, y los Reyes la cubrieron asumiendo en persona los riesgos. Así es como las monarquías constitucionales se ganan la legitimidad de ejercicio, mirando de frente al pueblo sin temor al contacto directo. La presencia real en Valencia devolvió al Estado una parte siquiera simbólica del crédito que había perdido aunque el Gobierno no supo ni quiso entenderlo en su narcisista berrinche de celos. Al contrario, la respuesta del sanchismo, escocido por el discurso de Navidad y la espantada de Paiporta, ha consistido en una invitación envenenada al cincuentenario de la muerte de Franco, maniobra tóxica ante la que sólo cabe reaccionar de una forma: con la reivindicación del papel cenital de la Corona en la puesta en marcha de la etapa de libertades más larga, próspera y exitosa de nuestra convulsa Historia.