JUAN VAN-HALEN-EL DEBATE
  • Vivimos la traición desde el Gobierno al poso y al basamento del Estado mismo. Los padres de la Constitución no pudieron imaginárselo. Y todo para que un personaje, que nunca ganó unas elecciones, permanezca un tiempo más en Moncloa

Se ha extendido entre los que quieren ser más papistas que el Papa y mejores exploradores y cazadores que Búfalo Bill una idea que resulta oportuno aclarar. Insisten en que el Rey podría negarse a firmar la Ley de Amnistía. Esta memez no pasaría de tal si no fuese porque he seguido que opinan así algunos grupos políticos a veces en público y generalmente en privado.

La Constitución en su Artículo 62 a), recoge entre las responsabilidades del Rey «sancionar y promulgar las leyes», y en el Artículo 91 aclara el procedimiento: «El Rey sancionará en el plazo de quince días las leyes aprobadas por las Cortes Generales, y las promulgará y ordenará su inmediata publicación».

Escribió Cánovas, con aquel humor suyo, que cada español llevaba dentro un jefe de gobierno que en las sobremesas de café arreglaba los que consideraba imperdonables errores de quienes les tocaba gobernar de verdad. Churchill se refirió a lo mismo con igual mordacidad. Hoy no pocos españoles ejercen de primeros ministros de guardarropía ante un café o una copa, y seguro que lo hacen con la mejor intención, pero acaso les faltan certidumbres.

Vivimos un tiempo en el que los delincuentes hacen las leyes que les benefician y cuando se aprueban se jactan de haber conseguido una victoria, se carcajean de los vencidos –el Gobierno de la Nación– y piden nuevos pasos tan inconstitucionales como los anteriores o más. La aprobación de la ley de Amnistía estos tipos, rufianes y analfabetos, la consideran la primera derrota de la España de 1978. Sánchez repetía que la amnistía, y otros adelantos al pago por sus siete votos, suponían una vuelta a la convivencia. Ha sido lo contrario.

Los padres constituyentes fueron unos santos laicos, y en cierto modo están en los altares de la política. También fueron ingenuos. Por fortuna viven dos ponentes y hay que juzgar su labor desde aquella situación no desde la actual. Si lo hiciésemos desde ahora resulta incomprensible, por ejemplo, la inclusión del término «nacionalidades» del Artículo 2, y excesiva esa confianza, que se refleja en el Artículo 138.1 y 2, y en el Artículo 139.1 y 2, en la lealtad de ciertos territorios convertidos por la Constitución en comunidades autónomas. A la vista está.

Se creyó, de ahí la ingenuidad, que con el «café para todos» se resolvería el problema catalán por la vía de la asimilación. Nada de eso. El racismo paleto de los independentistas los llevó a querer más que los demás. Lo habían hecho desde siempre, y ya durante la República no se resolvió. En el debate parlamentario del Estatuto de Cataluña (mayo de 1932) entre unos lúcidos Azaña, el optimista, y Ortega, el realista, me quedo con un pensamiento orteguiano para una historia sin tiempo: «El problema catalán no se puede resolver, sólo se puede conllevar». Y su frase como para figurar en mármol: «Cataluña quiere ser lo que no puede ser». El independentismo catalán sigue en esa línea.

Desde aquel inteligente debate Azaña-Ortega parece que los gobiernos de España han entendido «conllevar» («Sufrir algo adverso o penoso», según la RAE) como una realidad asumible y sin discusión ni búsqueda de vías de salida. La respuesta ha desembocado en la pereza y de ahí en la ilegalidad. Se ha concedido todo al independentismo y no ha bastado. Es ridícula la letanía de Sánchez: «Cataluña está mejor que con el PP». Ha recibido parte de lo que pretendía y espera más.

«El Rey –Artículo 56– es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento de las instituciones, asume la más alta representación del Estado español (…) y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes». Y ya en el Artículo 1.2: «La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado»; la izquierda suele referirse impropiamente a «soberanía popular». En el mismo Artículo 1.3: «La forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria». Y como tal Monarquía parlamentaria el Rey está en su sitio.

A nadie le extrañaría que al Rey no le fuese una responsabilidad grata poner su firma bajo la ley de Amnistía, y no me refiero a que le sea ingrato por considerarla lesiva para la democracia por las opiniones de juristas relevantes, instituciones académicas y consultivas, organizaciones sociales, entidades profesionales, foros internacionales, el voto mayoritario del Senado, y la votación en el Congreso con un solo voto más -177- de la mayoría absoluta, sino porque él mismo, el Rey, se sentirá uno de los condenados al olvido –Amnistía viene de amnesia– cuando recuerde su trascendental mensaje al pueblo español aquel 3 de octubre de 2017.

Felipe VI denunció: «En esta situación de extrema gravedad, que requiere el firme compromiso de todos con los intereses generales, es responsabilidad de los legítimos poderes del Estado asegurar el orden constitucional y el normal funcionamiento de las instituciones, la vigencia del Estado de Derecho y el autogobierno de Cataluña, basado en la Constitución y en su Estatuto de Autonomía». Y el Rey concluyó: «Termino ya estas palabras, dirigidas a todo el pueblo español, para subrayar una vez más el firme compromiso de la Corona con la Constitución y con la democracia, mi entrega al entendimiento y la concordia entre españoles, y mi compromiso como Rey con la unidad y la permanencia de España».

Vivimos la traición desde el Gobierno al poso y al basamento del Estado mismo. Los padres de la Constitución no pudieron imaginárselo. Y todo para que un personaje, que nunca ganó unas elecciones, permanezca un tiempo más en Moncloa. ¿O hay más? ¿O es el modo de blindarse contra lo que nosotros no sabemos pero él sí?

El Rey cumplirá con su firma. Ahora tiene la palabra la Justicia.

  • Juan Van-Halen es académico correspondiente de la Historia y de Bellas Artes de San Fernando