Antonio Rivera-El Correo
Catedrático de Historia Contemporánea de la UPV/EHU
- El secretario de Organización en los partidos de izquierda, o el tesorero o gerente en los de derecha, indican diferentes perspectivas y resultados similares
Apelar a Robert Michels y a su conocida ‘ley de hierro de la oligarquía’ en los partidos para explicar y dar sentido a las escenas chuscas de nuestra ‘fontanera’ de la semana es igual darle demasiado aire a la cosa o tratar de matar moscas a cañonazos. En todo caso, no está de más intentar entender más allá de la anécdota.
El sociólogo italoalemán nos explicó en 1911 en un libro que tituló ‘Partidos políticos’ cómo incluso aquellos nuevos de masas que iban a sustituir a los anteriores decimonónicos de élites oligárquicas caían inevitablemente en las mismas prácticas que aquellos y estaban condenados también a resultar gobernados por profesionales dedicados por completo a su gestión. El ejemplo se lo proporcionó enseguida el potente Partido Socialdemócrata alemán, uno de los primeros en generar en la izquierda un sector dedicado exclusivamente a la gestión orgánica.
Nuestros clásicos del socialismo español -de Pablo Iglesias a Largo Caballero, pasando por Prieto- eran profesionales de la política, pero, por debajo de su rango nacional, en el nivel local, organizaciones mínimamente estructuradas en el campo partidario y sindical se dotaron enseguida de liberados para estas funciones de gestión. En el momento presente, la política como profesión es una necesidad que no se discute, si bien el ciudadano dice apreciar a aquellos políticos que transitan entre la política como oficio y su propia ocupación. Lo dicen, más que lo creen.
Los partidos tienen básicamente dos tipos de ‘fontaneros’. El primero es el formal, con cargo designado mediante algún mecanismo electivo interno. El caso paradigmático es el secretario de Organización de los partidos de izquierda; en los de derechas, el tesorero o el gerente. Los términos ya indican diferentes perspectivas, aunque los resultados son similares. Estos manejan las estructuras partidarias, promueven o deponen con más o menos delicadeza a sus pares en niveles inferiores, también a los que van a poblar las listas electorales, se ocupan de la financiación de todo género (la formal y la paralela) y son los interlocutores en negociaciones de poder con otros partidos, pero también con empresarios, administraciones y todo aquel que gira en torno a las economías de la política: la del Estado y la de los partidos y sus decisiones en relación a las administraciones.
Su terreno de juego es mixto. En el plano más formal, resultan imprescindibles para que funcione la maquinaria partidaria. Sin ellos no es posible, pero con ellos la práctica de gestión del partido hace de este una realidad oligárquica en manos realmente de pocos; lo que básicamente decía Michels. Se manejan también en un plano informal y a veces en el límite de lo legal, allegando recursos, decisiones y favores para la organización, y repartiendo de esto mismo hacia dentro y hacia afuera. Responden bien a aquello que también se atribuye a Churchill: la democracia y las salchichas es mejor no saber cómo se hacen. En ese territorio ambiguo no están a salvo de caer en la tentación y hacer uso de su información privilegiada para trabajar a su favor, derivando a su libreta una parte de esos beneficios que, originalmente, se destinaban todos al partido. Ábalos, en ese sentido, sigue la lista que ya abrieron en su tiempo los Naseiro o los Bárcenas, y otros muchos más.
Nuestra ‘fontanera’ Leire Díez es la expresión chusca de este empeño convertido en profesión, aquella a la que contribuyeron otros antes: el ‘hermanísimo’ Juan Guerra, ‘El Bigotes’, Correa, este Aldama de ahora, Koldo y otros más. Sería feliz e ingenuo suponer que son la parte ajena y perversa de la ‘fontanería’ partidaria. En realidad, es solo la defectuosa, porque la lógica se comparte con el abnegado, respetable y honrado conseguidor y cara visible de un partido especializado en negociaciones en las sombras. Estos, bien considerados, llegan a todas las partes de su organización y de los entornos de interés de la misma a través de estos secuaces, seguidores fervorosos de las siglas que matarían por ellas… en tanto que viven de ellas. Son los dispuestos a arriesgarse en la parte más innoble del oficio fontaneril, pero también los que, en un momento de flaqueza, justifican el enriquecimiento particular precisamente en toda la vida que han arriesgado para favorecer a sus correligionarios y al sacrosanto buen nombre del partido.
El buen ‘fontanero’ se inmola en una existencia política gris y deja para el líder la brillantez de su presencia, imposible si alguien previamente no hubiera dispuesto las sillas y los micros del salón. El malo desaparece en las alcantarillas y solo sabemos de él o de ella cuando se pasa de frenada en su entusiasta empeño, se cree más de lo que no es o cruza la raya de la captación informal de fondos sin distinguir que si van al partido está bueno, pero si van para su bolsillo particular, no. Incluso una reciente ley de amnistía ha querido distinguir la malversación por un objeto particular de otro colectivo y al parecer por eso no innoble