José Antonio Zarzalejos-EL CONFIDENCIAL
- La ciudadanía está lejos, creo yo, de secundar la hipérbole que se quiere generar por un episodio que trata de rehabilitar las posibilidades electorales de las opciones más extremas en los comicios madrileños
En un opúsculo de Julián Marías que he releído por consejo de mi buen amigo Jordi Sevilla —lo recordaba vagamente, porque estaba incluido en su ‘España inteligible’—, el filósofo vallisoletano y discípulo de Ortega y Gasset escribe (‘La Guerra Civil. ¿Cómo pudo ocurrir?’, Editorial Fórcola) que la contienda “fue consecuencia de una ingente frivolidad”. Y añade: “Esta me parece la palabra decisiva. Los políticos españoles, apenas sin excepción, la mayor parte de las figuras representativas de la Iglesia, un número crecidísimo de los que se consideraban intelectuales (y desde luego los periodistas), la mayoría de los económicamente poderosos (banqueros, empresarios, grandes propietarios), los dirigentes de sindicatos, se dedicaron a jugar con las materias más graves, sin el menor sentido de la responsabilidad, sin imaginar las consecuencias de lo que hacían, decían u omitían”. Este párrafo podría datarse hoy mismo, en este abril abrupto, aunque Marías lo escribió en la Semana Santa de 1980.
El diagnóstico sobre la frivolidad que esgrime Marías para explicar en parte la Guerra Civil española y que evoca la banalidad de mal de Hanna Arendt como concepto que normaliza lo perverso, lo reitera 40 años después Sergio del Molino en la edición anticipada de su nuevo ensayo, titulado ‘Contra la España vacía’ (Alfaguara), que he tenido la suerte de leer este fin de semana. Afirma el ensayista que “uno de los peores rasgos del populismo es la frivolidad” (página 120), aunque la refiere a los independentistas catalanes en un capítulo antológico que el escritor titula con gran acierto metafórico “Banderas desteñidas” y que es un alegato contra la falsedad del franquismo rampante que determinados sectores persisten en asegurar domina nuestra vida política y social (“el franquismo es un comodín argumental que resuelve cualquier disputa”), entre otras reflexiones que constituyen lo mejor de este libro tan interesante.
Vox en un extremo y Podemos en otro —Monasterio e Iglesias— son dos personajes frívolos y, por lo tanto, irresponsables. No les importa que el narcisismo de sus hallazgos semánticos y de sus gestos teatralizados electrice el ambiente, provoque una colisión alentada por los que desempolvan el concepto de ‘frente’ para describir lo que ha provocado el choque entre la candidata de Vox y el de Unidas Podemos en las elecciones del 4-M en Madrid. A diferencia de lo que ocurría en los años treinta del siglo pasado —que es a la época a la que nos retrotraen los discursos de la una y del otro—, la ciudadanía está lejos, creo yo, de secundar la hipérbole que se quiere generar por un episodio que trata de rehabilitar las posibilidades electorales de las opciones más extremas en los comicios madrileños.
Todo este horrísono espectáculo al que asistimos tiene que ver con la necesidad de que Vox supere el 5% excitando los sentimientos más viscerales contra Pablo Iglesias, y la no menor del secretario general de Podemos de conseguir dos propósitos: materializar el efecto de su candidatura en un incremento de los pocos diputados que tuvo UP en 2019 en la Asamblea de Vallecas y lograr alzarse con la jefatura del bloque de la izquierda que hasta el debate en la SER le había arrebatado Mónica García, de Más Madrid, y que nunca tuvo Ángel Gabilondo.
Si Monasterio consiguió previsiblemente sus objetivos, y es seguro que habrá dado razones a un sector determinado para no votar a Ayuso y hacerlo a Vox, conjurando el peligro de quedar por debajo del umbral de representación parlamentaria, Iglesias también ha obtenido sus propósitos: Gabilondo y García le siguieron en su plante y han asumido el nuevo sesgo de campaña que sustituye al anterior de la izquierda. Bien, ya tiene Iglesias lo que quería a un coste brutal para la convivencia. Tan enorme es el precio a pagar que vuelve a ocurrir lo que es tradicional en nuestro país: quien no se inclina por uno o por otro, quien no se enrola en una de las dos banderías, es un equidistante, un cobarde, un encogido, un fascista que no ha salido del armario o un progresista sin convicciones suficientes.
El grave problema del funcionamiento de nuestra democracia es que los dos grandes partidos —PSOE y PP— dependen de lo que representan Pablo Iglesias y Rocío Monasterio. El secretario general de Podemos está imbuido de la misión destructiva de deslegitimar la democracia española y quiere —y a veces lo consigue— acumular fuerzas con las organizaciones políticas que tratan de tumbar el sistema constitucional: se entiende con el independentismo de los CDR, se entiende con el ‘abertzalismo’ radical de Otegi, que no solo no condena amenazas sino asesinatos a cuyos autores recibe con ‘ongi etorris’ festivos, y se entiende con los modelos políticos de los Estados iliberales de izquierda. Carece por completo de autoridad moral para reivindicar la democracia representativa que no hace sino atacar. Ni para reclamar a otros lo que él no proporciona: sentido ético a la política.
De la otra parte, se practica un extremismo demoledor: el regreso de las dos Españas, la oscura reacción decimonónica, la xenofobia y la impiedad en forma de un nacionalismo anacrónico con esa pulsión totalitaria que conllevan los movimientos reactivos de los sistemas iliberales, cuyas palabras llevaron al hondón la democracia americana con el asalto al Capitolio el pasado mes de enero. Por eso, unos y otros intentarán destrozar el modelo de convivencia, no solo por su radicalidad insana sino también por el cálculo de conveniencias que cogitan los grandes partidos de Estado, que parecen haber abdicado de sus responsabilidades, asimismo con despreocupada frivolidad. Debieran ser sus direcciones las que decidieran en un pacto histórico juntar esfuerzos, dar gobernanza al país y marginar los extremos.
No es verdad, como escribió Louis-Ferdinand Céline, un gran autor y un despreciable antisemita, colaboracionista con los nazis, que el “pueblo no tiene ideales, solo necesidades”. Las dictaduras proveen estas, pero solo la libertad de la democracia y la tolerancia y el respeto en la convivencia colman aquellos. Y el ideal de millones de españoles es, hoy por hoy, superar esta fase traumática del sistema constitucional de 1978. Es preciso para eso orillar de la vida pública a aquellos hombres y mujeres que Laín Entralgo (‘España como problema’) calificó de hereticales para sustituirlos por los pontificales. Aquellos quiebran; estos unen.