La Frustración Nacional de Cataluña

ABC 13/04/14
JUAN CARLOS GIRAUTA

· La respuesta del Estado a los planes secesionistas consta, de momento, en dos actos impecables: la sentencia del TC y el rechazo del Congreso a ceder la competencia sobre referendos. Ambos eran previsibles en lo esencial, pero también interesa lo secundario por el uso torticero que ya se le está dando en Cataluña: el «derecho a decidir» de la sentencia y las palabras de Rajoy señalando la puerta de la reforma constitucional.

Estas concesiones retóricas han sido aprovechadas para mantener viva la llama que hipnotiza a una parte de la sociedad catalana, intoxicada y radicalizada por el mismísimo Gobierno catalán, por su partido principal, por sus socios de ERC, por la prensa dependiente y por los movimientos populistas y callejeros que Mas ha propiciado. Una aventura condenada al fracaso en su fin primordial, pero de consecuencias nefastas para la convivencia y estabilidad política española. También para una recuperación económica que ha empezado a desperezarse con timidez. Entre las cosas que un gobierno insensato puede hacer (y hablo de una autonomía con siete millones y medio de almas, y 20% del PIB español), están la destrucción de todo tipo de lazos sociales, la quiebra de la seguridad jurídica por incumplimiento sistemático de leyes y sentencias, la deslealtad institucional. Por qué un gobierno querría dedicarse a tales empeños es asunto que solo entenderá quien conozca la naturaleza de los nacionalismos de separación (frente a los de unificación). La formación, desarrollo e implantación de un nacionalismo excluyente, una vez alcanzado el poder institucional en una parte del Estado, opera distorsiones muy importantes en las relaciones económicas y culturales y en la movilidad social.

Así, la Cataluña de las últimas tres décadas (y pico) no exhibe solamente una ocupación paulatina del imaginario, una sentimentalización de lo político, una resuelta ocupación del espacio público sin pasos atrás, una conquista de la hegemonía cultural y mediática en su espacio de influencia. También muestra –y en ello se repara menos– una sustitución de las élites en clave ideológica. El mérito, o el juego del mercado, han contado mucho menos en los relevos de poder económico, académico o corporativo (en sus distintas acepciones) que la adscripción a los postulados nacionalistas, la asunción y reproducción de sus consignas en ciertos momentos clave o, como mínimo, el silencio.

Durante muchos años, cuando se avistaba una buena oportunidad de negocio no podía faltar la presencia nacionalista, inducida o forzada políticamente. Ello vale para todos aquellos fiascos semipúblicos que se alumbraron con la ineptitud y el voluntarismo característicos de esa ideología voraz. Sin anclaje en la lógica de los negocios. Sirva el caso Spanair como ejemplo. La corrupción en la Sanidad catalana, con varios casos hoy sub iudice, ilustra la impunidad con que los amigos del poder se han podido colocar, directamente, junto al manantial inagotable de los recursos públicos para bebérselos y repartírselos entre ellos sin gran disimulo.

El plan secesionista es el viaje de una frustración a otra. De la frustración que provoca la ruina a la frustración de vivir en un Estado de Derecho. En España y en Europa van dejando de tener cabida las arbitrariedades típicas del nacionalismo excluyente con poder institucional. El plan se alimenta de la quiebra, que impide clientelismos; vive de la conversión en basura de sus bonos, de la humillación de tener que poner la mano cada mes, de los crecientes controles y supervisiones europeos. Advierten algunos del peligro de una gran frustración, cuando todo es frustración en esta historia, cuando la frustración define el problema. Pesa tanto que propongo siglas: la Frustración Nacional de Cataluña.