La incontestable legalidad de la resolución adoptada no compensa en absoluto su también incuestionable fragilidad. Lo saben, mejor que nadie, quienes se han visto directamente perjudicados por ella; pero no podrá tampoco dejar de saberlo el Tribunal Constitucional cuando, como es más que probable, el caso llegue a sus manos. La duda que se ha creado en el Supremo puede alcanzar entonces fuerza de prueba.
Sortu parte en dos al Tribunal Supremo». La importancia de este aserto, que ha servido de titular a varios medios de comunicación a la hora de transmitir lo que ocurrió el miércoles en la Sala especial del 61, se deduce, no sólo del hecho en sí, sino también, y hasta sobre todo, del modo en que a él han reaccionado algunos de los más contrariados por su noticia. Valgan dos ejemplos.
Primero, los observadores. Muchos de éstos habían pronosticado, alegando razones que decían estrictamente jurídicas, aunque estuvieran mezcladas con otras de orden político, un unánime o, al menos, contundente auto del Tribunal Supremo en contra de la inscripción del nuevo partido. Ahora, al ver la profunda división de opiniones que en aquél se produjo, se han apresurado a refugiarse, para salvar su pronóstico, en el principio de que, en democracia, decide la mayoría. El recurso a semejante perogrullada pone de manifiesto el desconcierto que les ha causado una partición del tribunal que, por su carácter insólito, no acaban de asumir ni saben cómo explicar. La minusvaloración del hecho es, en este caso, el mejor reconocimiento de su importancia.
Analizando ahora la reacción de los protagonistas, llamó seriamente la atención la falta de claridad, cercana a la tergiversación, con que la Sala del 61 dio la noticia de su resolución al concluir las deliberaciones la noche del miércoles. Quienquiera que escuchara los informativos de esa madrugada se fue a acostar creyendo que la ‘disidencia’ se reducía a los tres votos particulares anunciados. Así lo reflejó también la prensa del día siguiente. Sólo los noticiarios radiofónicos y televisivos de la mañana nos apercibieron del error. La relación entre votos a favor y en contra no era, como se había dado a entender en un primer momento desde el tribunal, de un contundente once a tres, sino, más bien, de un inquietante nueve a siete. El azoramiento de la sala debió de ser de tal calibre que optó por la vergonzante actitud de manipular la noticia mediante el método, sólo en apariencia inocente, de trocearla y dosificarla. ¡Señal clara de la importancia que le concedía!
Desde el otro lado, en cambio, quienes sin ser partes directamente implicadas deseaban a toda costa una resolución positiva, ni se enteraron de la trascendencia que encerraba la división. Los nacionalistas vascos y los demás grupos autoproclamados progresistas reaccionaron, en efecto, con el manual que tenían preparado de antemano tanto para el roto de una resolución unánime como para el descosido de otra disputada. Lo mismo daba. Según ellos, o bien «los jueces estaban contaminados por el ambiente exterior» (como si la misma división de la sala no desmintiera tan burda afirmación), o bien «han juzgado, no los estatutos del partido, sino la credibilidad de quienes los han redactado» (como si en toda esta causa, que va precisamente de la existencia o inexistencia del fraude de ley, se estuviera dirimiendo algo que nada tuviera que ver con la credibilidad de los encausados).
Ahora bien, frente a quienes tratan de ocultar la división producida para negar su importancia y quienes la ignoran como si fuera irrelevante, procede destacar su trascendencia para el desarrollo del proceso que todavía queda por recorrer. Y es que la partición que el pasado miércoles tuvo lugar en la Sala del 61 introdujo en la causa un elemento nuevo que no podrá no afectar el debate que eventualmente se produzca en el Tribunal Constitucional, aunque tampoco debería haber dejado de afectar las deliberaciones que se produjeron en la mil veces ya mencionada Sala del 61. Ese nuevo elemento es la duda.
No me refiero, como es obvio, a la duda, por así decirlo, individualizada. Estoy seguro de que los magistrados que denegaron la inscripción de Sortu lo hicieron desde el convencimiento y la certeza personales de que las cosas eran como ellos las veían. La duda de la que hablo es, más bien, esa que puede llamarse colegiada y que es la que se instala, o debería instalarse, en cualquier colectivo cuando el asunto que se debate suscita apreciaciones encontradas. Y es que las certezas de ese poco más de la mitad de miembros del órgano colegiado que es el Tribunal Supremo no pueden ni deben mantenerse inconcusas e inamovibles cuando, en materias que no son por naturaleza exactas, se enfrentan a las certezas y a las dudas de ese otro poco menos de la mitad de miembros del mismo órgano. Máxime cuando, por tratarse de asuntos que afectan a derechos que han sido declarados fundamentales, tales como el de asociación y el de participación, la duda colegiada parecería deber ser tenida más en cuenta para hacer decantarse a los jueces en favor del encausado.
No han sido así las cosas. Ni tenían tampoco por qué haberlo sido según la ley. Pero la incontestable legalidad de la resolución adoptada no compensa en absoluto su también incuestionable fragilidad. Lo saben, mejor que nadie, quienes se han visto directamente perjudicados por ella; pero no podrá tampoco dejar de saberlo el Tribunal Constitucional cuando, como es más que probable, el caso llegue a sus manos. La duda que se ha creado en el Supremo puede alcanzar entonces fuerza de prueba. Por lo demás, no era de esperar que un asunto tan complejo y persistente tuviera una soluci ón sencilla y rápida. Es normal que también el tiempo tenga que entrar en el juego y desempeñar su propio papel. Porque, hasta ahora, ni los unos lo han tenido para demostrar fehacientemente la sinceridad de sus palabras ni los otros para darles el crédito que quizá se merezcan.
José Luis Zubizarreta, EL CORREO, 27/3/2011