La fuerza moral

NICOLÁS REDONDO TERREROS – EL MUNDO – 04/04/16

Nicolás Redondo Terreros
Nicolás Redondo Terreros

· Rajoy y Sánchez pierden toda la razón cuando sus argumentos partidarios impiden formar un Gobierno estable, que se enfrente con garantías a los muy graves problemas políticos y económicos que nos acechan.

«Era inverosímil que la especie humana hubiera llegado a una cosa tan bella, tan paradójica, tan elegante, tan acrobática, tan antinatural como la democracia liberal», decía con fuerza y belleza poética Ortega y Gasset. Nos indica esta descripción del filósofo español que la democracia es algo más, algo distinto a la sustitución pacífica de un Gobierno por otro, como proponía en un ejercicio supremo de sencillez y humildad protestante su colega Karl Popper. Ambos tenían razón y, a pesar de las diferentes formas de definir la democracia, las visiones de los dos filósofos no andan tan lejos si interpretamos correctamente al autor de La sociedad abierta y sus enemigos.

El logro mayor del sistema democrático, que nos puede pasar inadvertido por su envergadura, es la posibilidad de cambiar los gobiernos sin guerras sangrientas, sin derrotas humillantes; pero para lograr ese objetivo ha sido necesario atravesar una larga lucha por la emancipación de los seres humanos, que les ha terminado transformando en ciudadanos, en hombres por encima de tradiciones, de religiones, de riquezas y apellidos. ¡Sí!, una larga andadura para perfeccionar un sistema sofisticado y poco natural, producto de la razón, que exige un esfuerzo mínimo para su adecuado desenvolvimiento.

Y justamente ese esfuerzo colectivo hace que la democracia no sea cuestión exclusiva de los políticos; toda la sociedad, todos los ciudadanos están obligados a contribuir al buen funcionamiento del sistema, renunciando a una expresión individual, primaria, natural, instintiva de sus necesidades, de sus inclinaciones, de sus pasiones, de sus apetitos. La democracia nos exige a todos, no sólo a los políticos –aunque a ellos muy especialmente– un comportamiento, podríamos decir un modo de vida muy determinado.

Los padres de la democracia siempre tuvieron presente la necesidad de un determinado contenido moral para el buen y armonioso funcionamiento de la democracia. Lo tuvieron los antiguos griegos y lo tuvieron, pasados mil años, los padres de la independencia de Estados Unidos; también lo vimos en los teóricos continentales desde Montesquieu a Tocqueville. Ese vigor moral no tiene que ver sólo con el comportamiento de nuestros representantes, también les obliga a los representados, a los que se les exige el conocimiento de los límites del sistema y de su propia libertad, así como la asunción de las responsabilidades que supone delegar libremente en otros para que hagan lo que yo no estoy en condiciones de realizar.

Este sistema tan alejado de nuestros instintos más básicos se basa en una desconfianza en el ser humano, por ello está plagado de contrapesos y leyes que limitan la autonomía del individuo y el poder de los gobernantes, pero paradójicamente sería imposible su funcionamiento sin una confianza suficiente entre sus integrantes, y entre éstos y sus representantes. Justamente para conseguir el equilibrio entre la necesidad de tener confianza y la desconfianza en la que se basa el sistema, se hace imprescindible el vigor ético en la sociedad democrática. La educación y el ejemplo de los ciudadanos, y de forma sobresaliente de los elegidos, son la causa de la debilidad o fortaleza del vigor ético, que desde luego poco tiene que ver con las expresiones morales de carácter religioso.

No nos hacemos menos egoístas y más responsables, menos autoritarios y más tolerantes, menos primitivos y más sofisticados, menos indiferentes hacia los desconocidos, automáticamente, de la noche a la mañana. Éste fue nuestro gran error: la soberbia de creer que unas elecciones, la elección de unos representantes, la sustitución pacifica de los gobiernos, eran suficientes sin mitos, sin educación, sin ejemplos. Es suficiente mientras todo está claro, cuando el crecimiento económico, el bienestar individual y colectivo nos permite vivir sin necesidad de fijar nuestra atención en los que nos rodean o en el Estado.

Pero cuando predominan los grises, cuando nuestro entorno se abigarra de conflictos y todo se vuelve confuso, cuando es seguro ya que nuestros hijos no vivirán mejor que nosotros como ha sucedido generación tras generación, cuando nos percatamos que nos falta algo, cuando no estamos seguros de nada y la duda se hace general, es necesaria esa fortaleza moral de carácter cívico que nos permite seguir confiando en el sistema y ejerciendo como ciudadanos.

Con el tiempo también hemos perdido los ejemplos que dan seguridad y estabilidad al sistema. No hemos trasladado al ámbito de los símbolos nada de lo acaecido desde 1978 y las personas que pudieron integrar un santoral laico y ejemplar han sido convenientemente olvidadas: las víctimas del terrorismo de ETA se han desperdigado en las diversas opciones políticas según iban perdiendo un apoyo popular activo; los movimientos sociales que lucharon por la libertad clausuraron su actividad o terminaron convirtiéndose en convencionales partidos políticos; la integración en los países de nuestro entorno dejó de interesarnos cuando el balance objetivo dejó de ser claramente positivo. Hoy parece que no tenemos nada que defender, nada de lo que sentirnos orgullosos.

Por otro lado, la elección de los gestores públicos hace tiempo que perdió el sentido ejemplarizante que debería tener y hoy podríamos decir, como decía en el siglo XV Gómez Manrique, «los mejores valen menos,/ ¡mirad que gobernación:/ ser gobernados los buenos/ por los que tales no son/ los cuerdos fuir debrían/ de do locos mandan más,/ que cuando los ciegos guían/ ¡guay de los que van detrás!». Otro ejemplo de debilitamiento del vigor ético de la política española es la incapacidad de nuestros políticos de administrar correctamente los resultados del 20-D; es decir, buscando el equilibro entre sus diferentes derechos y las necesidades de la sociedad que les ha elegido.

El PP ha ganado las elecciones sobradamente pero no puede formar Gobierno, el PSOE de Sánchez ha perdido claramente las elecciones y, sin embargo, ha reunido más diputados que el partido de Rajoy en el Congreso. Ambos han tenido un resultado menor que el obtenido en las elecciones generales anteriores por sus partidos y ésa es su responsabilidad, sólo a ellos se les puede achacar el descenso de apoyos. Cierto es que si entendemos la fortuna como todos aquellos acontecimientos que, sin depender de la voluntad del sujeto, sin embargo le afectan, ésta les ha sido adversa.

A Rajoy le ha tocado lidiar la legislatura más complicada desde 1978 y Sánchez heredó un partido sin rumbo cuando se hizo cargo de la secretaría general. Al líder del PP le ha correspondido ver cómo aparecía una proyección política nueva sin las cadenas del pasado en su propio espacio político, o en el que parecía que él deseaba desenvolverse, lejos del sentimentalismo anterior de la derecha española; al PSOE, sin respuestas propias a la crisis económica y cultural que vivimos, le ha sorprendido una aventura política difusa y confusa pero con la fuerza que prestan las grandes crisis a la desesperación.

Los dos tienen quejas y argumentos, pero sus legítimas reivindicaciones y sus justificables lamentos debilitan el vigor ético según se acerca el día en el que legalmente se vean obligados a convocar elecciones. Les asiste el derecho a mantenerse en sus posiciones y pierden toda la razón cuando sus argumentos partidarios impiden formar un Gobierno estable, sólido, previsible, que se enfrente con garantías a los muy graves problemas políticos y económicos que acechan a la sociedad española.

No tengo dudas; si volvemos a unas elecciones yo votaré, como siempre lo he hecho desde que me asiste el derecho a votar. Pero lo haré con menos alegría, con más suspicacia que la vez anterior. Sabré, sin lugar a dudas, que los líderes políticos actuales, los responsables de la ausencia de soluciones, no han tenido el coraje moral de interpretar los intereses de los españoles, parapetados en sus siglas, en sus intereses, en sus ambiciones y en sus pequeñas razones, han impedido soluciones intermedias o equilibradas.

Rajoy anuncia que nunca se rendirá y Sánchez, no hace falta que lo diga. Ambos seguirán y se volverán a presentar debilitando ese vigor ético que hace que la democracia funcione. Las soluciones en España pocas veces vinieron de las élites, una vez más, probablemente de manera desordenada, serán los ciudadanos españoles a los que les corresponderá dar una solución.

Nicolás Redondo Terreros es presidente de la Fundación para la Libertad y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.