Todo el mundo se temía la fuga de Aranalde. Pero el juez Eloy Velasco se ha centrado más en el rigor formal que se le exige que en el delito que se persigue. Pero, aunque desde hace poco tiempo, el procedimiento de la extradición es ya una batalla perdida para ETA. Una batalla que le dio tantos réditos en sus movilizaciones a este lado de la antigua frontera.
Demasiado tarde. Para cuando se dio a conocer el auto del juez Garzón ordenando la prisión incondicional de Maite Aranalde, la activista de ETA ya se había fugado. La historia de ETA está salpicada de huidas de sus miembros en cuanto la Justicia ha bajado la guardia o ha cometido un error.
En este caso, se trata de un error burocrático en el proceso de extradición cometido por Francia al extraviar la documentación necesaria para inculpar a la etarra de colocación de artefactos explosivos. Porque la extradición, de criterio tan antiguo que se remonta a la Ilustración pero de aplicación tan reciente, necesita todavía de cierto engranaje.
Desde que el ilustrado Beccaría sostenía, hace dos siglos y medio, que el delincuente no debe hallar refugio en ninguna parte, se han librado infinidad de batallas entre los Estados y los conflictos de competencias. Finalmente, y desde hace muy poco tiempo, el procedimiento de la extradición es ya una batalla perdida para ETA. Una batalla que le dio tantos réditos en sus movilizaciones a este lado de la antigua frontera. Maite Aranalde, lógicamente, se ha beneficiado de los fallos.
Antes que ella otros muchos miembros de ETA, después de haberse cubierto las espaldas un buen tiempo en el Parlamento Vasco ocupando sus escaños como si se tratase de «representantes democráticos como los demás» ( ese era el trato que Ternera, Pipe San Epifanio, Zubimendi o Jon Salaberria recibían de las autoridades nacionalistas de la época) emprendieron su fuga. De todos los casos de los parlamentarios, el de Zubimendi sacando pecho a un ertzaina con el fin de atemorizarle o arrojando un saco de cal viva sobre el escaño del socialista Ramón Jáuregui, o los de San Epifanio y Salaberria utilizando todas las ventajas que les reportaba su condición de parlamentario, el más sangrante, valga la redundancia, fue el de Josu Ternera. Porque el dirigente de ETA, que quedó en evidencia al fugarse de la Justicia ante quien debía rendir cuentas acusado de haber sido el inductor del atentado contra la casa cuartel de Zaragoza, se había vuelto a reír de las víctimas del terrorismo en particular y de las instituciones en general, al formar parte de la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Vitoria.
En el caso de Maite Aranalde todo el mundo se temía la fuga. Pero el juez Eloy Velasco, con su medida cautelar, se ha centrado más en el rigor formal que se le exige que en el delito que se persigue. Y con los doce mil euros de fianza, la retirada del pasaporte y la orden de comparecer semanalmente en un juzgado, la acusada, de momento, no va a poder ser juzgada.
La fugada repite su propia historia porque ya huyó de España y fue detenida y entregada por las autoridades francesas. Acusada de pertenecer al comando Donosti «y con posibilidad más que probable de que, en cualquier momento, sostiene el auto del juez Garzón, de estar en libertad, pueda volver a la actividad en el seno de la misma (organización terrorista) a la que no ha renunciado, ni expresa ni tácitamente». Verde y en botella.
Tonia Etxarri, EL DIARIO VASCO, 2/9/2009