La fugacidad de los oasis

EL CORREO 15/10/14
MARTÍN ALONSO, DOCTOR EN CIENCIAS POLÍTICAS

· La prioridad en Cataluña no es ya la impugnación de la deriva del ‘proceso’, sino la prevención del incendio

David Rousset cierra el ‘Universo concentracionario’ con una frase estremecedora: «Los hombres normales no saben que todo es posible». Por su parte, en la pieza magistral por la lucidez y la valentía que es ‘Autocrítica’, Edgar Morin escribe: «Lo admirable es que se puede justificar todo». Sospecho que esa pregunta recurrente tras las calamidades –las catástrofes provocadas por los seres humanos–, «¿cómo fue posible?», tiene su respuesta, o al menos una buena parte de ella, en el hecho de que todo se puede justificar, y que no hay estupidez ni atrocidad que no haya encontrado su aparato legitimador.

El historiador Gabriel Jackson condensó su perplejidad en un artículo de 1999 referido a los Balcanes: «Vuelvo a hacerme la misma pregunta que me he hecho a mí mismo en muchos contextos diferentes a lo largo de mi vida: ¿cómo es posible que se pueda explotar tan fácilmente el sentimiento popular de identidad colectiva?» La pregunta se ha replicado en otros escenarios, pero en este viene a cuento porque ha sido utilizado como espantajo y antítesis del ‘oasis catalán’. Que esta expresión se haya enmohecido –no entremos aquí en las necesarias precisiones– es un síntoma de la degradación del ecosistema. Por eso viene bien recordar.

Cuando Cataluña se miraba en el espejo de Eslovenia, Pujol puntualizaba: «La unidad de España dura ya desde hace siglos y España ha podido, mucho más que Yugoslavia, crear una especie de ‘casa común’ para los pueblos que forman parte de ella. La solución a nuestros problemas no llegará por la vía de una secesión».

Años después Artur Mas reiteraba: «España no es Yugoslavia». En 2006 vuelve Pujol al asunto para evitar el contagio de Montenegro: «¿Sigue sin entenderse que España no es Yugoslavia?» Y más tarde: «El reino de España, como un todo, no está en peligro. Ni ahora ni dentro de 50 años. No hay razón para embarcarse en una vía independiente». Antes de indagar qué ha cambiado desde entonces para que haya perdido vigencia el ‘España no es Yugoslavia’ y desaparecido del mercado lingüístico el ‘oasis catalán’, un rodeo por el Adriático.

Primero para una puntualización obligada. Yugoslavia no fue un objeto político repelente hasta la última década del siglo; antes había sido el país de la ‘unidad y la fraternidad’. Un oasis…, hasta que dejó de serlo. ¿Y por qué dejó de serlo? Lo anticipa Jackson: la instrumentalización de la identidad. Las élites políticas serbias procedieron a un cambio de agujas letal, para trasvasar el impacto de la crisis desde el marco de lo social al de lo étnico, del pueblo trabajador socialista al pueblo elegido y victimizado. Milosevic, como Pujol, hizo su carrera en la banca hasta que se le reveló la patria torturada. La revelación no tuvo lugar en Tagamanent, donde la divisó el adolescente Pujol, sino en Gazimestan, el lugar de la Batalla de los Mirlos en Kosovo. En ambos casos la patria aparecía maltratada y dormida; en ambos brindaba la bandera como prenda multiuso: para prestar brillo al profeta, blindaje frente a los ataques y sustento a las arcas familiares. Ambos se propusieron despertarlas de su sueño. Y lo hicieron con los ultrasonidos fragmentadores de la música identitaria. Escribe Tony Judt en ‘El refugio de la memoria’ que «‘identidad’ es una palabra peligrosa. Carece de usos contemporáneos respetables». No le falta razón. El discurso identitario inflama las relaciones sociales, polariza y multiplica las oportunidades para los derrapes. A pesar de su ejemplaridad, obsérvense las heridas que ha dejado en Escocia. Como cuenta la ‘Odisea’, los cantos de sirena prometen una cosecha de floridas praderas pero producen desérticas calamidades.

Enric Juliana escribía en 2000 hablando del reto del siglo para Cataluña: «La palabra clave continúa siendo identidad». En 2003, el periodista F. MarcÁlvaro aseguraba que «la ciénaga de Madrid contamina el oasis catalán» y el escritor y profesor O. Pi de Cabanes que desde 1980 «se ha dado en Cataluña una ‘guerra civil’ solapada que ha tenido en la cultura su principal víctima». El propio Juliana, que en 2006 publicó un libro con el subtítulo de ‘Una visión antibalcánica del porvenir español’, fue el muñidor del editorial conjunto de 2009 titulado ‘La dignidad de Cataluña’, un documento que sirvió para enmarcar el discurso y marcar la agenda identitaria que se inflamaría a partir de la Diada de 2012. La de 2013 escenificó la Vía Catalana, una síntesis de las vías báltica y kosovar. La primera sedujo a los dirigentes de ERC en los 90, hasta que la guerra de Yugoslavia apagó la fiebre. Que ERC, rompiendo el tabú de la distancia España-Yugoslavia, haya postulado la segunda haciendo caso omiso, pese a la densidad de historiadores, de los preámbulos de tan insólita vía hacia la independencia, es sorprendente. Y que la vía báltica haya resurgido circunvalando la lección de los Balcanes, preocupante. Pero ERC ha recogido las nueces de la burbuja identitaria, después de varear el árbol con la pértiga del victimismo. «Han sido muy hábiles a la hora de persuadir a su pueblo de que está siendo víctima de vecinos hostiles» (Jackson).

No volveremos al oasis del que nos expulsó el pecado original de la identidad y la corrupción pero tenemos la imperiosa necesidad de hacer lo imposible, instituciones y ciudadanos, por evitar despeñarnos en el precipicio de la calamidad. La prioridad no es ya la impugnación de la deriva del ‘proceso’ sino la prevención del incendio. Las banderas son a menudo igníferas; la legalidad reúne muchos atributos valiosos y necesarios, pero no protege del fuego. Debemos actuar de acuerdo con ese postulado fundamental que recordaba Jackson desde y en los tiempos del oasis: primero somos seres humanos, luego miembros de una comunidad religiosa o nacional. De lo contrario, todo es posible.