Es significativo que en la valoración del nombramiento de monseñor Munilla se recurra a referencias estrictamente políticas, sin relación alguna con la palabra de Dios.
Llama la atención el interés que despierta el nombramiento de un obispo para una diócesis vasca en la supuestamente tan secularizada sociedad vasca. Aunque probablemente el hecho mismo de que despierte tanto interés es la mejor manifestación del problema que el cristianismo tiene en la misma sociedad vasca: lo que interesa no es la predicación del Evangelio, lo que despierta interés no es lo que de la palabra de Dios se pueda derivar para la vida de los creyentes y de los hombres en general, sino lo que un determinado nombramiento implica en cuanto reconocimiento de la identidad vasca. Es significativo que en la valoración del nombramiento de monseñor Munilla como obispo de San Sebastián se recurra a referencias estrictamente políticas -su ubicación en el eje derecha/izquierda-, referencias a criterios más generales, pero sin relación alguna con la palabra de Dios, como conservadurismo o reaccionarismo, y en el caso de referencias religiosas a lo más que se llega es al Concilio Vaticano II, o a las afirmaciones de algún Papa en relación a la elección del obispo por el pueblo -algo que no se escucha tanto cuando los elegidos por la curia romana poseen otro perfil político-.
Alguien que con ocasión de la opinión del obispo auxiliar de Bilbao, monseñor Iceta, sobre el proyecto de ley del aborto, manifestó que hacía el ridículo porque la Iglesia no debía opinar en cuestiones políticas, Joseba Egibar, opina ahora que monseñor Munilla no tiene a su derecha nada más que la pared -cuando en la tradición vasca la pared más importante siempre se encuentra a la izquierda, ezker pareta, en el frontón. Sólo es pared derecha para aquél que juega mirando atrás, hacia el Antiguo Régimen al no entender el significado democrático del concepto de ciudadanía-.
Y quienes hablan en términos de conservadurismo o progresismo, quienes le tildan de reaccionario parecen tener en cuenta sólo las cuestiones morales, y entre éstas las referidas al sexo y a su función de procreación. Después de pasarse todo el tiempo criticando a la Iglesia porque su moral estaba demasiado centrada en el sexo, son ellos los que se muestran incapaces de encontrar otros criterios de valoración de las posiciones morales de un obispo, de quien todos los testimonios, de manera concordante, señalan su compromiso con los pobres, los débiles, los desamparados.
El elemento crítico más generalizado es el que se refiere al desarraigo que monseñor Munilla ha podido poner de manifiesto con respeto a la Iglesia local de Gipuzkoa, su distanciamiento con lo que ha sido la dirección que la iglesia local de Gipuzkoa ha asumido, de las manos de los monseñores Setién y Uriarte en las últimas décadas. Esta crítica, sin embargo, tampoco ha sido desarrollada desde una reflexión estrictamente teológica. No cabe duda de que la propia figura de Jesús, sin la cual todo lo que se pueda decir sobre la Iglesia y sobre el nombramiento de un obispo no posee ningún sentido, posee un significado de encarnación, de hacerse hombre en una cultura concreta, la hebrea-aramea de su momento, en un espacio geográfico determinado, Palestina, y en una tradición religiosa, o de fe, muy concreta, la del Antiguo Testamento.
Pero no menos cierto, y más relevante, es que esa misma tradición religiosa iba conduciendo hacia la universalización de sus contenidos, y con la buena nueva de Jesús llega a su culminación: ya no hay, como bien lo entiende San Pablo contra San Pedro, ni griego, ni judío, ni macedonio, ni egipcio. Todos son iguales, hijos de Dios, en la muerte de cruz del salvador, y en su resurrección.
El arraigo, la encarnación, la incardinación diocesana en términos de derecho canónico, están en función de la universalidad de la oferta salvífica de la muerte y resurrección de Jesús. Por eso la Iglesia, depositaria y servidora de esa oferta, no poseedora de la misma, es católica, es decir, universal. Y por eso la importancia de la transmisión apostólica garantizada por la continuidad de la ordenación de los obispos: porque vincula a la oferta de salvación universal sin que nadie tenga ni que circuncidarse, ni aceptar ninguna marca de pertenencia grupal.
El gran riesgo de la Iglesia es el de dejar de ser transparente: hacerse ella misma importante y ocultar así lo que debe transmitir: la palabra de Dios, que no es otra que Jesús muerto en la cruz, abandonado por el Padre -negado en su identidad de Mesías-, y así resucitado. La Iglesia se puede volver opaca, se ha vuelto muchas veces opaca, tanto por colocar verdades dogmáticas nada transparentes entre el hombre y Dios como por hacerse oír y ser tenida como importante en cuestiones estrictamente políticas con opiniones basadas en el derecho natural -otra fuente de opacidad entre el hombre y Dios- y no en la buena nueva de Jesús.
La Iglesia no puede cerrarse al mundo en el que viven los hombres. Y ese mundo es concreto, particular y determinado. Y por eso plural. Y en condiciones de modernidad, plural en cada sociedad. Pero mucho menos se puede cerrar a la palabra de Dios: yo soy el camino, la verdad y la vida. No una lengua, no una cultura, no una tradición, no la ciencia, no los tiempos que corren son los que salvan al hombre, sino sólo la gracia.
La fe cristiana puede respetar la autonomía humana, la autonomía de la política, de la cultura, de las lenguas, de las tradiciones, de la ciencia porque no las considera fuente de salvación. Por eso las puede y las debe criticar en su carácter de criaturas finitas. Por eso está interesada en que no se endiosen, en que no se absoluticen, en que no se conviertan en supuestas fuentes de salvación para el hombre. Porque la fe cristiana afirma sin dudas la heteronomía de la salvación. La fe es heteronomía. Porque sabe que lo importante para el hombre, su justificación, está en otras manos, en las manos de quien quiso renunciar a sí mismo, asumiendo la muerte en cruz, para hacer sitio al hombre justificado.
Ésa es la verdadera autonomía del hombre en sentido cristiano.
Joseba Arregi, EL DIARIO VASCO, 5/12/2009