IGNACIO CAMACHO-ABC
- La del Athletic con el nacionalismo es una simbiosis forzada que le ha costado muchas simpatías en el resto de España
Cuando a Javier Clemente le reprochaban que aquel Athletic de Bilbao a cuyo mando ganó dos Ligas y una Copa era muy aburrido, solía decir que el verdadero espectáculo era la gabarra recorriendo la ría en la celebración de los títulos. No le faltaba razón; a la mayoría de los aficionados –salvo a los del Barça, siempre enfrascados en ese debate enfermizo sobre el ‘ADN’ y el estilo– lo que nos importa y motiva es ante todo que gane nuestro equipo porque el fútbol es una pasión tribal en la que apenas caben perspectivas neutrales o enfoques objetivos. Cuando buscamos emociones estéticas vamos a un museo, al cine, a un concierto o a cualquier otro sitio donde sea posible sentir un impacto artístico. En el estadio, sin embargo, nos da igual el juego bonito siempre que el éxito nos conduzca a esa suerte de delirio que producen los arrebatos colectivos. Por eso no hace falta ser seguidor rojiblanco para entender el éxtasis que vivieron ayer cientos de miles de vizcaínos ante quienes su club tiene el carácter mítico de todos los símbolos.
Esa sacudida de felicidad pasajera –el maestro Alcántara decía que la felicidad es siempre temporal como una ráfaga– no es de índole política sino sentimental, afectiva, comunitaria. La irrefutable relación de la política, y en concreto del PNV, con el Athletic forma parte de la clásica apropiación partidista de cualquier plataforma de masas. Un movimiento expansivo como el nacionalismo, que intenta permeabilizar todas las esferas sociales, no iba a dejar escapar de su control una institución tan emblemática, fundada además casi al mismo tiempo que el partido de Sabino Arana y practicante de un modelo deportivo único por sus raíces identitarias. Esa simbiosis forzada –y sesgada porque se trata de un club más representativo de Vizcaya que del conjunto de la sociedad vasca– le ha costado la pérdida de muchas de las simpatías y la admiración que atrajo en el resto de España desde la época de Gaínza, Iriondo y Zarra. Cuando el sectarismo entra por la puerta, la cordialidad salta por la ventana.
Ayer, sin embargo, el júbilo era transversal: ya quisiera el PNV tener todos esos votos asegurados. Allí, como en Sevilla el sábado, había peneuvistas, bildutarras, burgueses de Las Arenas, socialistas de Portugalete o Baracaldo. La campaña electoral se paró en seco porque no hay modo de encajar un mitin en semejante estado de ánimo aunque hay sociólogos que sostienen que la euforia civil favorece a los partidos más asentados. Es el poder del fútbol, uno de los pocos ámbitos capaces de unir hoy (y tampoco en todos los casos) a gente de diversos credos y bandos. Por desgracia, faltaron en la ría bastantes socios que ocuparon asiento en el viejo San Mamés durante muchos años y no llegaron a conocer el nuevo porque fueron asesinados sin que la entidad se molestase siquiera, y mira que tuvo tiempo, en homenajearlos.