EL MUNDO 19/01/15
ESPERANZA AGUIRRE
· Los de Podemos, como todos los políticos populistas y demagogos, lo tienen todo muy claro. El mundo –en su caso, España– se divide en buenos y malos. Los buenos son muy buenos y los malos son muy malos.
Como son hábiles manipuladores de la realidad no se atreven a decir expresamente que los buenos son únicamente ellos y los malos, los demás. Eso sería demasiado burdo. Pero no se resisten a la tentación de arrogarse la capacidad de determinar quién es bueno y quién es malo. Así, despachan los carnés de buenos y malos con la misma soltura de un inquisidor.
Lo que dicen es que los buenos son la «gente», y los malos, la «casta». No importa qué signifiquen estas dos palabras. Ellos se encargan de explicarlo.
La gente para los de Podemos no es la gente corriente, no es la gente de la que hablamos normalmente. La «gente» (así, entre comillas), para ellos, son todos los ciudadanos que, o nunca han votado a los partidos tradicionales, o, si los han votado, están arrepentidos de haberlo hecho. Porque los votantes de los partidos españoles desde la Transición –según los de Podemos– han sido unos pobres hombres –y mujeres–, engañados por la propaganda y por la presión de unos medios de comunicación al servicio de oscuros intereses. Esa «gente» son los buenos de Podemos. Que, además, a sí mismos se consideran los más buenos de todos porque presumen de no estar tocados por la corrupción. Presunción que en los últimos meses se ha demostrado falsa.
Los malos son los que ellos definen como la «casta», así, también entre comillas. La «casta» son todos los políticos que ha tenido España desde la Transición, hasta que han llegado ellos, que sin rebozo se arrogan el papel mesiánico de explicar a los millones de españoles, que hasta ahora han estado engañados, qué es la verdad. Y, por supuesto, a partir de ahora serán «casta» todos los ciudadanos que vuelvan a votar a alguno de esos partidos tradicionales.
Hecha esta división, que, como avezados propagandistas que son –repiten hasta la saciedad– los de Podemos no tienen empacho en proclamarse los únicos representantes de la «gente» y en arrogarse el papel de azote de la «casta».
Y, si hemos de hacer caso a lo que señalan las encuestas, parece que un planteamiento tan simple está teniendo enorme aceptación en la sociedad española. Y parece que está desconcertando a las fuerzas políticas y a muchos comentaristas, periodistas y opinadores, que, salvo excepciones, evitan entrar a fondo en el análisis de los peligros que encierra un planteamiento tan maniqueo y tan sectario.
Porque ese planteamiento de buenos y malos, en el que una fuerza política se dedica a dar los carnés de buenos y de malos, ha constituido la base común a los peores totalitarismos que la Humanidad ha sufrido en la Historia. Esa soberbia desmedida, que les lleva a creerse los poseedores de la balanza para juzgar y calibrar la bondad y la maldad de los demás, está en el origen de su pretendida superioridad moral, primer escalón para poner en práctica, después, políticas prepotentes y sectarias, con desprecio y exclusión de los demás.
La Historia nos ofrece aleccionadores ejemplos de políticos que, convencidos de ser los únicos poseedores de la verdad y de la bondad, han traído al mundo regímenes totalitarios.
Es curioso que los políticos de Podemos, que han olido ya el poder, hagan ahora grandes esfuerzos por borrar las huellas de su reciente pasado en el que se declaraban marxistas gramscianos o en el que colaboraban con el populismo chavista.
Ellos saben que las propuestas marxistas y presentarse en nombre de la llamada «clase obrera» han tenido un éxito limitado en la sociedad española. De ahí que hayan preferido inventarse el concepto de «gente», para presentarse en nombre de ella a liderar, al estilo de Chávez en Venezuela, el cambio de régimen en España.
Porque un gobierno de Podemos, no sólo sería un desastre para la economía y el empleo, lo que se podría enmendar después con un cambio de gobierno, sino que, a imitación del chavismo, impediría ese cambio por el procedimiento de acabar con todos los contrapoderes (la Justicia independiente, la prensa libre, el habeas corpus, etc…), que en los países libres, como España, permiten la sustitución democrática de un gobierno que fracasa.