- Si en algún ámbito de nuestra política exterior no podemos equivocarnos, es precisamente en el que afecta a nuestra frontera sur, donde están comprometidos intereses nacionales de trascendencia máxima
La forma en que el Gobierno de Sánchez viene manejando la muy vidriosa relación de España con Marruecos —en concreto, la forma en que se ha manejado durante la explosiva crisis que a esta hora sigue abierta— presenta un catálogo completo de todas las torpezas y errores que pueden cometerse en un desencuentro con ese país. Si en algún ámbito de nuestra política exterior no podemos equivocarnos, es precisamente en el que afecta a nuestra frontera sur, que resulta ser uno de los espacios fronterizos potencialmente más conflictivos del mundo y en el que están comprometidos intereses nacionales de trascendencia máxima.
En la génesis y desarrollo de esta crisis —mucho más seria de lo que admite el discurso oficial—, el Gobierno ha mostrado de nuevo la autosuficiencia adanista, que es uno de sus rasgos más odiosos. Si Sánchez tuviera ojos para algo que no sea Su Persona, al primer síntoma de una embestida marroquí tan desproporcionada como previsible habría dado varios pasos inmediatos:
Primero, llamar a los expresidentes. González, Aznar, Zapatero y Rajoy vivieron momentos muy complicados con Marruecos, conocen bien los códigos de su política interna y exterior y almacenan información valiosa al respecto. Cualquiera de ellos le habría ayudado a orientarse sobre lo que conviene hacer y evitar en estos trances. Y le habrían explicado que las crisis con Marruecos se desencadenan mucho más fácilmente de lo que se reparan. De hecho, suelen dejar secuelas que tardan años en superarse.
Segundo, convocar al líder del PP, ponerle al tanto de la situación y tratar de compartir con él un curso de acción, como habrían hecho sus antecesores. Por tensa que sea la política doméstica, no existe líder de la oposición que, si se le informa lealmente, se niegue a colaborar con el Gobierno en un caso como este, salvo que esté rematadamente loco.
Tercero, ponerse en contacto, al máximo nivel, con los dos países que, siendo socios y aliados de España, poseen una notable influencia sobre el Gobierno marroquí: Francia y Estados Unidos. Si las cosas se ponen aún peor de lo que están, serían los únicos mediadores efectivos en un momento en que la comunicación directa entre Madrid y Rabat está prácticamente interrumpida.
El cuarto movimiento, tan obvio como los anteriores, está en su propio negociado. Vigilar estrechamente a su socio de coalición, cuyo respaldo enardecido al Polisario es un factor principal, aunque no único, del recelo marroquí acumulado durante meses. Consultar y hacer caso a los miembros de su Gobierno que mejor conocen el tema: el ministro de Agricultura (embajador de España en Marruecos durante seis años) y el de Interior, que, además de estar al mando de la crucial cooperación policial con ese país, dictó alguna resolución importante sobre el Sáhara en la Audiencia Nacional. Y, por supuesto, mantener informado al minuto al jefe del Estado, cuya ayuda podría ser decisiva en un momento dado (aunque se hace más complicado recurrir a ella a medida que el conflicto se emponzoña).
Se ignora si se cumplimentó algo del cuarto punto, pero es obvio que no se realizó ninguno de los otros tres. Más bien parece que la sucesión de desatinos de los últimos días se ha gestado en connivencia bilateral entre el presidente y la ministra de Exteriores. Como alguien ha de pagar la factura del estropicio, el manual señala que González Laya no tardará en regresar a su profesión.
La teocracia marroquí es muy consciente de su valor estratégico para Occidente y, singularmente, para su vecino del norte. Los intereses económicos en juego son colosales. Marruecos es el país del norte de África más claramente comprometido en la lucha contra el terrorismo islamista. Por él pasan todas las rutas del narcotráfico que se dirigen a Europa a través de España. Y su cooperación es indispensable para contener las oleadas de inmigrantes ilegales. Centenares de miles de jóvenes en condiciones económicas desesperadas —no solo marroquíes, también subsaharianos— esperan el menor resquicio para escapar de la miseria. Bastaría una indicación inhibitoria de Mohamed VI a su policía fronteriza para que Ceuta, Melilla, Canarias y el Estrecho se conviertan en un infierno incontrolable.
Eso y su desprecio por la vida de sus propios súbditos inducen al régimen marroquí a lanzar órdagos y chantajes, usando alternativamente a su población como carne de cañón y su capacidad de control de células terroristas como pieza de cambio ante las potencias occidentales. Como no es la primera vez ni será la última, es imperdonable que te pillen en la luna.
El Gobierno marroquí desconfió de Sánchez desde el primer momento. Ha venido incubando malestares, sintiéndose tratado con poco respeto y escasa lealtad por Moncloa y Santa Cruz. La entrada de Podemos en el Gobierno y las proclamas de Iglesias exacerbaron la suspicacia. Y la grotesca operación del traslado clandestino del jefe del Polisario a un hospital de Logroño provocó una reacción iracunda, injustificablemente excesiva y muy peligrosa. Tras la escalada de comunicados y declaraciones incendiarias de los últimos días, puede decirse que, en términos diplomáticos, se ha llegado al borde de una quiebra de relaciones entre dos países que se necesitan sin remedio.
Es obvio que el eterno problema de fondo, el más sensible, siempre fue el Sáhara. Viene siendo así desde hace décadas. Pero la chapuza del viaje de Brahim Gali es propia de Pepe Gotera y Otilio. No había urgencia médica: el jefe polisario estaba en el mejor hospital de Argelia, con condiciones sanitarias iguales o superiores al de Logroño. Y la fantasía de que podía hacerse el traslado a espaldas de Rabat y despistando a sus servicios de información (entre los más poderosos del mundo) roza lo pánfilo. Abundan los expertos que, a falta de mejor explicación, concluyen que Sánchez y su ministra han sido víctimas de una trampa urdida en Argelia para provocar justamente este grave altercado entre España y Marruecos.
España tiene desde siempre cuatro prioridades en el mundo. La primera es la Unión Europea, aunque hace tiempo que eso dejó de ser política exterior. Las otras son Latinoamérica, Estados Unidos y el Magreb. En esos tres escenarios, el balance y la desatención de nuestros tres últimos presidentes son desoladores. España lleva demasiados años absorta en su cateta mismidad y despojada por sus gobernantes de una política exterior reconocible.
Pocas veces se concentró tanto peligro potencial en los 13 kilómetros que separan dos continentes. Es mucho lo que está en juego y la situación es muy alarmante. Antes de que el daño sea irreparable, es preciso que el presidente del Gobierno escuche a quienes más y mejor saben; y que estos empiecen por explicarle que no es buena idea tratar al Reino de Marruecos como si fuera el PSOE de Andalucía.