IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Llega un momento en que una conciencia intelectual honesta necesita rebelarse contra el atropello de la razón ética

El respaldo de los intelectuales a ciertos líderes o partidos, por lo general de izquierdas, ha devenido en un adorno político, borroso rescoldo de aquella «alianza de las fuerzas del trabajo y la cultura» con que Carrillo quiso actualizar la vieja unión leninista de obreros y campesinos. En realidad es la política la que se ha alejado del mundo de las ideas, sustituidas por frases y lemas propagandísticos propios de la sociedad posmoderna. Por un lado la semántica populista, con su carga de emocionalidad y de simpleza, no es compatible con debates que requieran al menos unas cuantas oraciones yuxtapuestas. Por otro, el pensamiento autónomo necesita dudar, cuestionar la prefabricación de certezas, de tal modo que quienes estén acostumbrados a reflexionar por su cuenta acaban alejados de un oficialismo en perpetua reclamación de obediencia. Así, el intelectual orgánico de esta época es más bien un prosélito sectario dispuesto a actuar como altavoz de cabecera o terminal de repetición de consignas ajenas. Un soldado de esas guerras culturales que suelen derivar en mero cruce de contraseñas identitarias y superficiales trifulcas dialécticas.

En las últimas semanas se ha producido una evidente desbandada entre la ‘intelligentsia’ próxima al sanchismo. La amnistía y la claudicación gubernamental ante el separatismo han empujado a filósofos de prestigio, artistas famosos o escritores reconocidos a proclamar su disenso y hacer público su distanciamiento crítico. No se trata de un movimiento multitudinario –ni podría serlo tratándose de una minoría natural– pero sí significativo por mucho que la trompetería militante intente restarle peso específico. El abandono tiene relevancia por la categoría cualitativa de sus protagonistas, por la contundencia explícita de sus motivos y por la determinación de resistencia cívica a lo que consideran una traición a la causa progresista. La autoridad moral e intelectual de los disidentes abre a la brigada de hagiógrafos presidenciales un problema reputacional en sus prietas pero mediocres filas.

Los Savater, Azúa, Carreras, Trapiello, Cercas y demás ‘desertores’ resultan difíciles de estigmatizar como vejestorios reaccionarios, ese cajón de sastre donde hasta González y Guerra han sido etiquetados. Algunos incluso se han resistido bastante tiempo a aceptar su desengaño, creyendo acaso que a Sánchez le quedaba algún escrúpulo para respetar los límites que él mismo se había trazado. Son demasiado veteranos para doblar la cintura ética al compás desquiciado que el aparato mediático gubernamental baila sin reparos. Simplemente, han llegado a ese punto de hartazgo en que una conciencia honesta necesita plantarse ante el espejo de sus principios democráticos. Y pasar al exilio ideológico para continuar sintiéndose ciudadanos libres en medio de este amargo páramo de sinrazones y prejuicios arbitrarios.