José Antonio Zarzalejos-El Confidencial

La sentencia es doblemente sancionadora: por las penas y, en lo cívico y en lo democrático, porque deja en evidencia la pequeñez política de los causantes de este despropósito

“Sentencia blanda”, “una sentencia que compra la unanimidad de los magistrados”, “una resolución que da la impresión de impunidad”, “una sentencia decepcionante”…han sido expresiones escritas, entre otras denigratorias, antes de que se conociese el texto íntegro de la decisión de la Sala Segunda del Supremo en la causa contra 12 dirigentes del proceso soberanista catalán. Leídos con detenimiento los 493 folios de la resolución —y descontando que aquellos que la descalificaron con criterios políticos y con amateurismo jurídico sin conocerla lo vuelvan a hacer ahora—, se llega a la conclusión de que estamos ante un texto judicial que apuntala el Estado democrático y social de derecho que proclama el artículo 1º de la Constitución.

Lo hace porque el tribunal confecciona un relato de lo sucedido en Cataluña en los meses de septiembre y octubre de 2017 (hechos probados, páginas 24 a 60) contrastado con las pruebas practicadas en la instrucción y en la vista oral (52 sesiones); porque rebate la vulneración de cualquier derecho fundamental (páginas 60 a 253), desmontando la existencia normativa del ‘derecho a decidir’ (páginas 199 a 123: cruciales); porque establece un juicio de tipicidad de las conductas convincente (páginas 254 a 296), explicando por qué no concurre el delito de rebelión y sí los de sedición, malversación y desobediencia, desarrollando exhaustivamente el juicio de autoría (páginas 297 a 476), es decir, la conducta de cada uno de los 12 acusados que perpetraron los delitos y fijando las penas que a cada uno corresponden (páginas 477 y siguientes).

El conjunto de la sentencia es coherente en todos sus apartados y supone una aportación judicial (jurisprudencial y doctrinal) decisiva para la consolidación de un ‘corpus’ jurídico que refuerza el régimen democrático español. Resultan nucleares a estos efectos varias afirmaciones de los juzgadores, que consideran que la declaración de independencia fue “simbólica e ineficaz”, y en particular el hecho probado nº 14 (y último), que dice así:

“Todos los acusados (…) eran conscientes de la manifiesta inviabilidad jurídica de un referéndum de autodeterminación que se presentaba como la vía para la construcción de la república de Cataluña. Sabían que la simple aprobación de enunciados jurídicos, en abierta contradicción con las reglas previstas para la reforma del texto constitucional, no podía conducir a un espacio de soberanía. Eran conocedores de que lo que se ofrecía a la ciudadanía catalana como el ejercicio legítimo del ‘derecho a decidir’ no era sino un señuelo para una movilización que nunca desembocaría en la creación de un Estado soberano”.

Y continúa: “Bajo el imaginario derecho de autodeterminación, se agazapaba el deseo de los líderes políticos y asociativos de presionar al Gobierno de la nación para la negociación de una consulta popular. Los ilusionados ciudadanos que creían que un resultado positivo del llamado referéndum de autodeterminación conduciría al ansiado horizonte de una república soberana, desconocían que el ‘derecho a decidir’ había mutado y se había convertido en un atípico ‘derecho a presionar’. Pese a ello, los acusados propiciaron un entramado jurídico paralelo al vigente, desplazando el ordenamiento constitucional y estatutario, y promovieron un referéndum carente de todas las garantías democráticas. Los ciudadanos fueron movilizados para demostrar que los jueces en Cataluña habían perdido su capacidad jurisdiccional y, fueron, además, expuestos a la compulsión personal mediante la que el ordenamiento jurídico garantiza la ejecución de las decisiones judiciales”.

Lo que el Supremo establece en la sentencia es que, aunque delictivos, los comportamientos de los sentenciados constituyeron una enorme farsa de la que fue víctima la ciudadanía catalana, sometiendo aquellos fraudulentos acontecimientos a un principio de desdramatización que les priva de cualquier épica, porque la violencia, que existió de manera insuficiente, tenía que ser “instrumental, funcional, pre ordenada de forma directa, sin pasos intermedios” para que se consumase ese “alzamiento violento y público” que es esencial para que concurra el tipo de rebelión. No la hubo de ese modo. Los dirigentes sediciosos hicieron creer que disponían de una capacidad que jamás tuvieron, aunque crearon la ilusión de que la independencia estaba al alcance de la mano.

Si los que disparan morteros dialécticos —y mostrencos, argumentalmente— contra la sentencia por su supuesta benignidad fuesen una miaja perspicaces, repararían en que el Supremo dimensiona la fortaleza y la grandeza del Estado frente a la tragicomedia delictiva (jamás merecida por Cataluña y por sus ciudadanos) protagonizada por los condenados y otros (seis huidos), y encontrarán que el relato judicial es doblemente sancionador: por las penas que impone, pero también en lo cívico y en lo democrático, porque deja en evidencia la pequeñez política de los causantes de este despropósito.

Cierto es que de este proceso —que es contradictorio— salen poco airosamente los fiscales y el instructor de la causa, pero que así sea está en la naturaleza del itinerario de criterios enfrentados en un caso penal. Ahora bien, es más significativo que el Gobierno —al comparecer a través de la Abogacía del Estado— haya sido expresamente respaldado en su criterio por el tribunal que, en el apartado de las costas de la sentencia, se refiere a los letrados de la Administración estatal con estas palabras: “Su intervención en el proceso, lejos de ser perturbadora, ha sido correcta, coadyuvando al ejercicio de la acción penal, guardando además la condena homogeneidad con sus pretensiones” (página 487).

Pedro Sánchez debe estar, pues, satisfecho, porque obtiene una baza expresa a través del respaldo de la sala en pleno periodo electoral, pero mucho más la ciudadanía, por la autenticidad democrática del Estado español. Esta mención a la Abogacía del Estado en un apartado subalterno, retranqueado, de la resolución resulta, por decirlo todo, digno de ser subrayada y reflexionada. Porque nos lleva a una grave pregunta: ¿qué hubiese ocurrido si la abogada del Estado no hubiese acusado por sedición y la única imputación hubiese sido la de rebelión, es decir, la de la Fiscalía y la Vox? La pregunta es inquietante y la respuesta podría serlo aún más.