Jesús Cacho-Vozpópuli
Hay datos capaces de desenmascarar millones de discursos con la abrumadora realidad de lo que representan. Alejandra Olcese, responsable de la información macroeconómica en Vozpópuli, contaba este miércoles, 6 de enero, que el empleo público –funcionarios y personal laboral- creció en nuestro país un 6,2% durante 2020, hasta un total de 159.680 personas, ello según los datos de afiliación a la Seguridad Social divulgados el martes. Una cifra que contrasta de forma brutal con los 519.785 puestos de trabajo que perdió el sector privado en el cómputo del año, sin contar a las 755.000 personas que están en ERTE, de lo que cabe concluir que el año de la pandemia fue pésimo para el empleo privado (en espera de conocer la verdadera dimensión de la catástrofe), pero muy bueno para el público. La gran nevada del empleo público.
La mencionada cifra de nuevos afiliados a la Seguridad Social en las Administraciones Públicas en 2020, escribía Olcese, “deja el número total de empleados públicos dados de alta en 2.727.047 trabajadores. Si a estos le sumamos los 984.867 mutualistas de la Mutualidad General de Funcionarios Civiles del Estado (MUFACE), los 360.050 titulares de Instituto Social de las Fuerzas Armadas (ISFAS) y los 58.253 de la Mutualidad General Judicial (MUGEJU), el número total de empleados públicos alcanza los 4 millones en España”.
Con la Comisión Europea (CE) y el propio BCE como grandes abanderados, las políticas fiscales expansivas se han convertido en un catecismo de casi obligado cumplimiento a la hora de combatir los efectos de la covid-19 en las economías de la eurozona, con la vista puesta en salvar el mayor número de empresas de la quiebra conteniendo en lo posible el crecimiento del paro. Ello junto a otras ayudas directas a familias en dificultades, en lo que podríamos calificar de auténtica “socialización” de la deuda. Porque la contrapartida de estas políticas de gasto forzadas por las circunstancias es el crecimiento desmesurado de la deuda pública con todo lo que ello implica. Por eso, como ha advertido con reiteración el gobernador del Banco de España, Pablo Hernández de Cos, las susodichas políticas deben tener un horizonte temporal muy estricto, de forma que en cuanto el crecimiento vuelva a hacerse presente el Gobierno de turno estará en la obligación de poner en marcha un programa de consolidación fiscal que apunte a medio plazo al control del déficit y de la propia deuda.
Contratar más funcionarios no evita la suspensión de pagos de ninguna empresa ni protege el futuro de ningún pequeño negocio familiar. Cumple el vademécum, sí, de todos los populismos de izquierda
Utilizar esas políticas de gasto público destinadas a preservar el empleo para contratar más empleados públicos es hacer un pan como unas tortas. Es enviar un pésimo mensaje a los agentes económicos, a los mercados de capitales y, en general, a la propia sociedad. Contratar más funcionarios no evita la suspensión de pagos de ninguna empresa ni protege el futuro de ningún pequeño negocio familiar. Cumple el vademécum, sí, de todos los populismos de izquierda que en el mundo han sido, empeñados en perfilar modelos de sociedad estatistas y apesebradas reñidos con la iniciativa privada. El aumento citado podría tener una justificación si se tratara de la contratación de más personal sanitario, un déficit que la covid ha puesto de relieve para descrédito del “mejor sistema sanitario del mundo”, pero, dando por sentado que en parte haya sido así, resulta imposible saber cuántos de esas más de 159.000 nuevas incorporaciones son médicos, enfermeros y demás personal sanitario, porque cada Comunidad tiene sus datos e intentar un cómputo global es misión casi imposible.
Muy difícil también saber cuántos de los nuevos son funcionarios “por oposición” o pertenecen al llamado personal “eventual y laboral”, aunque presumiblemente se ubiquen en la segunda categoría en su gran mayoría. El número de empleados públicos se ha duplicado en España en los últimos 20 años. La crisis de 2008 impuso dos años de recorte del empleo público, algo que fue apenas un paréntesis puesto que a partir de 2012 se produjo un rápido repunte hasta cifras similares a las de 2008. Y no se trata de un problema de exceso de tamaño. Un informe del Instituto de Estudios Económicos efectuado en 2018 aseguraba que “el número de empleados públicos se sitúa en un lugar intermedio entre los países desarrollados, y por debajo de la media de la OCDE”. Lo preocupante del caso español es la tendencia fuertemente expansiva que se viene registrando en los últimos años, particularmente evidente en el caso de unas Comunidades Autónomas convertidas en la única gran “empresa” capaz de crear empleo, público por supuesto, en su respectivo territorio.
Corrupción de baja intensidad
La exaltación del amiguismo y del enchufe, básicamente familiar. Una corrupción de baja intensidad que, sin embargo, consume importantes recursos públicos que podrían utilizarse de forma más ventajosa para la colectividad. Y, de hecho, la mayor parte de las contrataciones que han tenido lugar en este 2020 se han producido en la administración autonómica, que ha incorporado a 141.512 personas, con aumento del 9,34%, mientras la administración central ha sumado 8.196 nuevos empleados (2,34%), y la administración local otros 9.970 (1,42%). Una realidad que pone de nuevo en evidencia la necesidad de un reseteo profundo de nuestro Estado autonómico, con delimitación clara de competencias exclusivas del Estado central, en aras de la eficiencia y la mejor utilización de recursos siempre escasos. Una reforma, dicho sea de paso, que ahora mismo suena totalmente ilusoria, pero que la realidad de las cuentas públicas, básicamente la deuda, terminará por imponer de una u otra forma.
Caminamos hacia un modelo de sociedad subsidiada muy del gusto de gobiernos dispuestos a asegurarse el voto cautivo de una parte importante de la población
Ocurre que el empleo público, imprescindible por otro lado para el funcionamiento de las administraciones, se sufraga con impuestos y/o con deuda, y esa carrera disparada de nuevas incorporaciones (una realidad que corroboran los Presupuestos Generales del Estado para el año en curso, con su generosa Oferta Pública de Empleo) supone una amenaza cierta para el bolsillo del contribuyente y para la estabilidad de una deuda pública sometida a todas las tensiones por culpa de la pandemia. Caminamos hacia un modelo de sociedad subsidiada muy del gusto de gobiernos dispuestos a asegurarse el voto cautivo de una parte importante de la población (los citados Presupuestos para 2021 contemplan un aumento de la inversión del 10,3% hasta un total de 239.765 millones, récord absoluto, cifra equivalente al 21,7% del PIB), que suben las pensiones que saben que no pueden subir en la actual coyuntura y que suben también el sueldo de los funcionarios aun con menor motivo, pero que a última hora frenan la subida del SMI para caer en una más de las contradicciones propias de un Ejecutivo técnicamente pobre e ideológicamente reñido con el verdadero progreso.
Como ya han apuntado no pocas voces, sería necesaria la realización de una auditoría integral del personal de las Administraciones públicas, a realizar por autoridad independiente, con evaluación de puestos y funciones para ajustar la retribución a la productividad (tan difícil de medir, sí) de cada uno. ¿Realmente necesitan las Comunidades Autónomas esas casi 160.000 nuevas incorporaciones efectuadas en año tan dramático como el pasado? ¿Con qué criterios de selección? ¿Qué necesidades cubren? Auditar para rediseñar un sector público más eficiente y productivo, como haría cualquier empresa privada. Y para acabar con no pocas incongruencias y rigideces. El bajo índice de cualificación relativa de los puestos de trabajo del sector público, por ejemplo. Los puestos para los que no se exige titulación superior en la AGE rondan el 70%, lo que no es obstáculo para que España tenga uno de los porcentajes más elevados de empleados públicos con titulación universitaria, un caso evidente de desperdicio de talento. O que la retribución del segmento de personal menos cualificado sea comparativamente superior a las categorías de alta cualificación o los puestos de carácter directivo, desequilibrio que se acentuó con los recortes llevados a cabo durante la crisis. Urge, en fin, dotar a las Administraciones de una ley de directivos públicos que garantice la profesionalidad e idoneidad de los cargos de alta dirección y que evite la ocupación, y consiguiente politización, por los partidos políticos, alejando la provisión de estos cargos del ciclo electoral. Por desgracia, nada se hará hasta que estemos con el agua al cuello. Mientras tanto, seguiremos creando empleo público al gusto de este Gobierno inane.