ANTONIO RIVERA-EL CORREO

  • La última oleada vírica ha demostrado que la política no lo puede todo y, como no puede reconocerlo, busca un palabro para engañarse y engañarnos

La política moderna es un invento relativamente reciente que tenemos como si nos hubiera acompañado toda nuestra existencia. No es así. Hace solo un par de siglos había una política distinta. El orden establecido era inmutable y lo que ahora llamaríamos política se limitaba a unas pocas actuaciones a cargo del príncipe para responder a imponderables (sequías, hambrunas o cualquier circunstancia ajena al ser humano). La política iba tras los hechos porque todo estaba bien y solo había que dar unos pequeños toques en ocasiones. Así, los príncipes no necesitaban de grandes estructuras de gestión ni tampoco de Presupuestos.

El Presupuesto lo cambió todo. El primero en España es de 1818 y se lo debemos a Martín de Garay. Generó gran polvareda porque los contrarios a la modernización del Estado vieron pronto que limitaba las facultades omnímodas del rey y que cambiaba las reglas de todo. La política pasaba a ser preventiva, a actuar antes de los hechos, a planificar actuaciones asumiendo la naturaleza imperfecta, pero perfectible (mejorable), del individuo humano.

La racionalización limitaba el poder de los monarcas, colocaba a Dios en el asiento trasero y suponía que el hombre podía resolver todas las situaciones. Todavía hoy creemos eso y por eso le exigimos todo a la política (y a los políticos). Pero no es así y la pandemia nos lo ha revelado. Hay cosas que ninguna ingeniería social puede solucionar; como mucho, atemperar, domesticar. Y no me refiero solo a las catástrofes, sino también a cosas más íntimas del ser humano. Ese republicanismo extremo que pretende que el poder bien gestionado proporciona la felicidad universal hace tiempo que se demostró irreal (si no peligroso).

La gripalización -palabro que en breve pasará al Diccionario por la magnanimidad acostumbrada de la RAE- supone el reconocimiento de que la política no lo puede todo. Cualquiera de nuestros límites ha sido barrido por la sexta oleada vírica. Si más de 100 era el apocalipsis, hoy nos desayunamos con más de 3.000 como si tal cosa. La mitad del mundo cercano se contagiará y lo decimos sin asombro ni pesar. La explicación, claro está, es la vacuna, que también ha reducido de 1.000 o más a 100 las defunciones diarias. Las cifras confirman la previsión de los tempranos cuestionadores de la pandemia cuando afirmaban que iba a ser como convivir con la gripe. Cierto, pero con vacuna. Y todo mientras esta resista.

Llegados a este punto, la política ha empezado por incorporar neologismos como gripalización. La neolengua sirve para cambiar el significado de la realidad. Se ha demostrado que no vamos a vencer al bicho, de modo que lo que hacemos es adaptarnos a él, convivir juntos mientras su letalidad no vuelva a ser insoportable. Lo segundo es aceptar que, no pudiendo vencerlo, hay que girar la mirada hacia la normalidad de la vida y la economía de comportamientos. La baja y el alta médica se cogen por teléfono, lo que evidencia que no tienes estructuras para atender la avalancha de contagiados y que antepones la continuidad de la actividad productiva a procedimientos de control que la harían imposible. Los semáforos de riesgo se modifican en sus guarismos. Cualquier prevención o actuación posterior que implique mucho gasto la reduces a su mínima expresión. Y así todo. Queda en pie la recomendación a los ciudadanos de que nos comportemos como se debe, en tanto que esa es una medida que no afecta al Presupuesto público.

La política (y los políticos) ha tirado la toalla. Y no lo digo ni dramática ni demagógicamente: ha mantenido el tipo hasta donde ha podido y ha proporcionado recursos que han hecho más controlable y soportable todo esto (de los ERTE a la compra millonaria de vacunas, del estrés del cuerpo sanitario a la multimillonaria deuda común europea para atender los efectos del covid). No ha abandonado a nadie, en general, pero sí ha demostrado finalmente que combatir al virus cuerpo a cuerpo supone la estrangulación del mecanismo social (e incluso del individual: la gente está harta, desfondada) y que, por tanto, es preferible aceptar su presencia. Como de por sí la razón, como la política, es soberbia, no puede reconocerlo (Urkullu llegó a pedir un cristiano perdón navideño) y se busca un palabro para engañarse y engañarnos. Pero es así.

No todos los científicos coinciden en que sea posible esta convivencia que se pretende. Posiblemente, nuevos riesgos nos acechan. Pero es bueno que la experiencia nos sirva para conocer los límites de lo humano y, en este caso, los de la política moderna. En las películas de catástrofes americanas, cuando todo está perdido, el presidente pronuncia esas palabras mágicas de «Dios les proteja (o se apiade». Lo incontrolable está ahí, en la realidad superlativa y en la más íntima. Y es bueno que lo tengamos presente.