FERNANDO VALLESPÍN-El País

  • Sorprende la frivolidad con la que, con las debidas excepciones, se está abordando el debate tributario en España

Bajo las condiciones de la globalización neoliberal, cada país se las ve y se las desea para mantener viva la dimensión de la equidad impositiva: que paguen más quienes más tienen. Ya desde sus inicios provocó una carrera a la baja que afectó sobre todo a los impuestos más sensibles a la movilidad de capitales; esto es, a los que gravan las rentas del capital, el patrimonio o los beneficios de las sociedades. Las rentas del trabajo (IRPF), el factor más “territorializado”, se ven menos afectadas. Aparte de servir como palanca organizadora de políticas económicas más amplias, lo cierto es que se impuso la actitud pragmática ―lo importante era recaudar más― sobre la de la equidad. O, si lo prefieren, la eficacia sobre la justicia. Dependía, por supuesto, del color ideológico de cada Gobierno o de qué tan dura fuera la coyuntura económica. Pero todos recordamos el subidón fiscal del ministro Montoro ―también a los ricos― para superar la crisis económica. O, en sentido contrario, las medidas existentes en el Portugal gobernado por la izquierda, que exime de impuestos a los extranjeros con “residencia fiscal no habitual” por los ingresos que obtienen en otros países. Y qué decir de Irlanda o Luxemburgo, que deben buena parte de su prosperidad a laxas políticas fiscales.

A donde quiero llegar con esto es a subrayar cómo toda discusión sobre los impuestos no puede ignorar complejas lógicas sistémicas y, como ahora ocurre, muchas veces debe responder a situaciones excepcionales. Que todo movimiento brusco en una u otra dirección puede tener consecuencias indeseadas lo estamos viendo ahora mismo en el fiasco de las medidas de reducción de impuestos ―mayormente en beneficio de los que más ganan― instadas por la nueva premier británica, Liz Truss. El impacto en los mercados y la reacción del propio FMI ha sido espectacular. Por eso sorprende la frivolidad con la que ―con las debidas excepciones― se están abordando estos temas en nuestro país. En nuestro espacio público todo parece reducirse a una cuestión binaria: a favor o en contra de la reducción de impuestos. O más o menos impuestos.

Hasta aquí bien, no tengo objeciones. Lo malo es cuando de esto se pasa a la confrontación entre ricos y pobres. Ese mantra introducido por el Gobierno de que quien no apoya sus medidas está del lado de los más pudientes y poderosos. Oiga, no. La forma más correcta de enmarcarlo es otra: fijarse en cómo ayudar más eficientemente a los más menesterosos. Una forma de conseguirlo puede ser, en efecto, aumentando los impuestos a los que más tienen y, como se ha hecho, bajárselos a los más necesitados. Pero, por lo ya dicho, esto no está sujeto a una ley de causalidad necesaria. Ojalá fuera tan simple. Y lo mismo vale para quienes desde el otro lado establecen una conexión directa entre bajada de impuestos y mayor bienestar para todos, que es de una ingenuidad pasmosa.

En vez de entrar en una discusión serena, perfectamente compatible con las posiciones ideológicas de cada cual, la cuestión de los impuestos ha entrado en la dinámica de una guerra cultural más. Y, como en todas ellas, se ha caído en la moralización y contribuye a mayor polarización. Ese giro favorecido por el populismo de dividir el campo político en dos, nosotros y ellos. Nosotros somos los buenos, los que estamos del lado de correcto, ellos son los moralmente indignos. Si el mundo no se ajusta a nuestros principios, peor para el mundo. Ojo, cuanto más compleja y técnica deviene la política tanto más se tiende a simplificar en los discursos públicos. Un factor para entender mejor la desafección ciudadana.