Ignacio Varela-El Confidencial

  • En este momento, cualquier cosa que huela de lejos a proximidad con la Rusia de Putin es social y electoralmente radiactiva. Y Podemos no huele, apesta a ello

No es posible predecir si finalmente Yolanda Díaz pondrá su nombre y su rostro para encabezar alguna clase de criatura más o menos informe en las próximas elecciones generales. Lo más probable es que en este momento ni siquiera ella lo sepa: da la impresión de que, en esta fase, más que desarrollar un plan de medio plazo la ministra de Trabajo culebrea en el corto, tratando simplemente de sobrevivir como expectativa. Pero si finalmente llegara a producirse su aparición en carne mortal al frente de algún artefacto electoral, hay dos cosas seguras: que su base operativa de apoyo sería —como lo viene siendo desde hace meses— el aparato de Comisiones Obreras y que en su denominación oficial no aparecerían la palabra ‘Podemos‘, el color morado ni nada que recuerde al partido que fundó Iglesias a su imagen y semejanza. 

En realidad, Podemos como partido político —es decir, como estructura orgánica realmente existente— es un cadáver desde que su creador, consciente del fracaso de su proyecto, saltó del barco para quemarse a lo bonzo en las elecciones madrileñas del 4-M. Dejó como herencia los restos de su propio naufragio: una estructura burocrática sin militantes, sin vida orgánica reconocible y sin líderes socialmente reconocidos, carente de implantación territorial y de algo que se parezca a un programa. Una caja de zapatos vacía con un par de asientos en el Consejo de Ministros.

Lo que sostiene a flote Unidas Podemos es la segunda parte de la ecuación, no la primera. En su intento de sobrepasar electoralmente al PSOE, Iglesias se rodeó de las que llamaron ‘confluencias’, aunque toda la vida se han conocido como compañeros de viaje. Subió al carro a Izquierda Unida y se alió con grupos diversos en Cataluña, Galicia, la Comunidad Valenciana y Andalucía. Por el camino, sometió su propio partido a una purga como las de los viejos tiempos, dejando la fotografía de la junta de fundadores reducida a un solo rostro. 

Varias de aquellas confluencias lo abandonaron hace tiempo, unas para irse con Errejón y otras para instalarse por su cuenta. Las que permanecen se disponen a terminar de liquidar la marca matriz: si ya resultaba un estorbo, tras la última hazaña bélica del criminal de guerra Putin, Podemos ha pasado a ser una referencia tóxica para quien se asocie a ella.

Ningún acontecimiento internacional desde el 11-S ha golpeado emocionalmente a la sociedad occidental tanto como lo está haciendo la agresión imperialista contra Ucrania desatada por el exjefe de la KGB. En este momento, cualquier cosa que huela de lejos a proximidad con la Rusia de Putin es social y electoralmente radiactiva. Y Podemos no huele, apesta a ello. Cada día que pasa con el pueblo de Ucrania resistiendo al invasor y este elevando la violencia de sus ataques y sus amenazas apocalípticas aumenta la temperatura de la solidaridad con la víctima y el rechazo de aquellos que, aunque sea de forma solapada, favorecen el designio totalitario y colonial. Cualquiera que sea el final de esta guerra de ocupación, Putin será ya por siempre un personaje apestado para la historia, y de esa misma peste quedarán infectados quienesquiera que aparezcan como sus aliados. 

Lo ha percibido Pedro Sánchez, que, tras una incomprensible aparición en falso en la televisión pública (¿para qué lo hizo, si pensaba retractarse a la mañana siguiente?), ha hecho caso a su instinto de supervivencia y se ha puesto a la cabeza de la manifestación anunciando el envío de armas: no para el Gobierno de Ucrania ni para su Ejército, sino para armar directamente al pueblo resistente, que será quien se ocupe de hacer la vida imposible al tirano cuando este consume la invasión. Sánchez no podía alojar dignamente en Madrid la cumbre de la renacida OTAN si ahora arrastraba los pies por proteger su coalición doméstica.

También lo ha percibido Yolanda Díaz. Cualquier posibilidad que tuviera de liderar algo en el futuro saltaría por los aires al menor signo de vacilación en este asunto. Tras ella se han ido todos los antiguos socios de Iglesias que tienen algo que salvar —como Colau— o alguna cuenta que saldar —como Garzón—. 

Gritar hoy ‘no a la guerra’ o apelar a las vías diplomáticas como única solución es peor que una ingenuidad: es, objetivamente, un acto cínico de colaboracionismo con el invasor. Equivale a exigir al Estado y al pueblo de Ucrania que capitulen, abandonen la resistencia armada y, si eso, ya después imploren alguna clase de clemencia. Es renegar de la reacción, por una vez rápida y vigorosa, de la Unión Europea. No contiene un llamamiento a la paz, sino a la rendición.