Teodoro León Gross-El País
La fe en la nación se impone como redentorismo. Cataluña es un caso extremo
Días atrás, un politólogo extranjero se sorprendía de que la campaña catalana tratara de políticos pero no de políticas. Es algo, por cierto, que Borrell ha advertido más de una vez. La agenda de la campaña es el circo belga de Puigdemont, la catalanidad de Arrimadas, el efecto de Junqueras en la cárcel, la hipótesis Borgen de Iceta, la falsa equidistancia de Colau… en cambio no el desempleo —las representantes de los dos partidos dominantes en las encuestas desconocen incluso la cifra real de ese y otros asuntos centrales, a preguntas de Évole— o los recortes o el agujero negro provocado en la economía de Cataluña.
El independentismo ha entendido bien que, más allá del discurso emocional, la estrategia pasa por convertir el 21-D en una guerra de religión. No es un fenómeno excepcional. Nacionalismo: una religión se titulaba el clásico de Hayes. De hecho, como apunta Karen Armstrong, experta en religiones, premiada este año con el Princesa de Asturias: “En Europa, el culto nacionalista ha suplantado a la religión”. La fe en la nación se impone como redentorismo. Cataluña es un caso extremo del fenómeno.
La estrategia es proponer una elección entre Cataluña y España. A veces se reduce a “o se vota a Puigdemont o se vota a Rajoy” como Turull en el debate, pero en definitiva siempre con la misma lógica. Se trata de enfrentar a Cataluña con España bajo la premisa de que España agrede a Cataluña. Desde el Espanya ens roba a la cómica acusación de unilateralidad del 155, el mensaje es siempre el victimismo. Para movilizar a los suyos, alertan del acoso del nacionalismo español. Esto excita la “lealtad nacional excluyente” del nacionalismo religioso apuntada por Cavanaugh.
Desde luego, el nacionalpopulismo, como todo populismo, usa la lógica pueblo vs. élite corrupta. En su caso, el buen pueblo catalán democrático contra el Estado español franquista y colonizador. Y, en su discurso, la corrupción, los recortes, la mala gestión, las cargas policiales… todo eso parece algo de España, extraño a Cataluña. Claro que es un disparate, pero, como ya observaba Orwell, el nacionalista podrá reparar en que hace o dice cosas deshonestas, pero en la medida en que actúa en nombre de algo grande que está muy por encima de él mismo (la nación) eso le lleva a no cuestionar que es lo correcto. El fundamentalismo nacionalista tiende al fanatismo.
Con el procés dirigido al 21-D, el independentismo ha acentuado su guerra de religión. El CIS muestra el alejamiento de la población respecto a la otra realidad: excluyendo el paro, las principales preocupaciones son la declaración de independencia, la falta de diálogo Estado/Generalitat, la falta de autogobierno, el 155 o el Gobierno central. La agenda política ha ocupado todo el escenario. La sociedad catalana, incluso la no indepe, ha asumido el discurso nacionalista. Han ganado la agenda, imponiendo su elefante. Las inversiones, los recortes, la vivienda o las infraestructuras no llegan al 1%. Están a otra cosa. “Somos la única garantía de que no gane Ciudadanos” proclamaba el hombre de ERC en el debate apelando a la barricada contra el enemigo. Es su guerra de religión, para redimir a Cataluña.