Carlos Sánchez-El Confidencial
- No hay debate. La guerra en Ucrania se ha comido la dialéctica izquierda-derecha. La izquierda, que tradicionalmente ha defendido posiciones pacifistas, asiste hoy con los brazos cruzados a una carrera armamentista
Fue precisamente en la Conferencia de Paz de Madrid, hace ahora 30 años, cuando se popularizó el concepto ‘paz por territorios’, que en el lenguaje diplomático era una forma de dar salida al conflicto árabe-israelí. La propuesta, en realidad, había nacido en noviembre de 1967 tras la aprobación por parte del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas de la Resolución 242 que instaba a las partes en conflicto a renunciar al uso de la guerra para conquistar un territorio. Al mismo tiempo, proclamaba la necesidad de que todos los Estados de la zona «puedan vivir con seguridad». Es decir, una forma equilibrada de resolver un conflicto endiablado que 55 años después, sin contar los anteriores procesos históricos, continúa abierto.
En aras de lograr ese objetivo, la resolución de la ONU, aprobada por unanimidad, sugiere la idea de que el nuevo escenario pudiera incluir «la creación de zonas desmilitarizadas». Es decir, un territorio seguro capaz de evitar el derramamiento de sangre que se había producido durante la guerra de los Seis Días, que, como se sabe, fue un conflicto relámpago con una victoria aplastante de Israel que cambió para siempre el tablero geopolítico de Oriente Medio.
Paz por territorios es, precisamente, lo que está en juego en Ucrania, que ha perdido ya, aproximadamente, el 20% de la superficie que controlaba Kiev, unos 120.000 kilómetros cuadrados. La invasión rusa es completamente ilegal, pero, como sucedió en 1967, y tras la derrota sin paliativos de los ejércitos de Egipto, Jordania y Siria, la única vía que se abre es la paz negociada. En aquel caso, volver a las fronteras originales —el territorio palestino más la península del Sinaí— siempre que se garantizase el derecho de Israel a existir como Estado, y en el de Ucrania volver a las fronteras originales en el marco de un nuevo estatus diplomático para las zonas en conflicto.
Ni que decir tiene que el conflicto árabe-israelí poco o nada tiene que ver con lo que sucede en Ucrania, pero es un ejemplo —hay muchos más— que revela cómo, en las peores circunstancias —el panarabismo sufrió una derrota de la que todavía no se ha recuperado—, los protagonistas en conflicto están obligados a buscar (otra cosa es que lo consigan) una salida aceptada por las dos partes, algo que, desde luego, en el caso de Oriente Medio no ha fructificado.
Recuperar el terreno perdido
Han pasado más de tres meses desde que las tropas de Putin entraron en Ucrania y ya hay tiempo suficiente para despejar algunas dudas. Nada indica, salvo que se produzca una escalada militar, que probablemente haría traspasar las fronteras de Ucrania, que Kiev pueda recuperar el terreno perdido. Así de obvio.
«Paz por territorios es lo que está en juego en Ucrania, que ha perdido el 20% de la superficie, unos 120.000 kilómetros cuadrados»
Es el momento de hablar con claridad y sin tapujos, porque lo que está en juego es la vida de miles de personas y la destrucción lenta y televisada —como si fuera de una serie de horror— de un país que tardará décadas en recuperarse. Lo políticamente correcto se agota cuando se asiste impasible a la devastación de Ucrania y al empobrecimiento de millones y millones de personas —otro daño colateral— por las externalidades negativas que cualquier guerra conlleva. Pensar que subiendo los tipos de interés se va a resolver el problema de la energía —que es un problema de oferta, no demanda— es como tomarse una pastilla contra el dolor de estómago para resolver una pulmonía.
Macron, con su célebre «Occidente no debe humillar a Rusia», y Kissinger, que ha pedido a Kiev que asuma que debe ceder el territorio conquistado por Rusia por la fuerza a cambio de paz, son los únicos dirigentes que han mantenido posiciones propias. El resto, ni siquiera la izquierda, o los verdes alemanes, que nacieron ecopacifistas, y que históricamente ha sido más sensible a la guerra, ha hecho mutis por el foro. Probablemente, porque la cumbre de la OTAN en Madrid está muy cerca y nadie quiere cambiar el paso antes de esa cita, especialmente trascendente en un contexto como el actual.
Es de esperar, sin embargo, que la alianza atlántica, que en definitiva son los gobiernos, aporte alguna idea novedosa tras la clausura más allá de prometer más armas y una nueva escalada militar que sería un error porque lo que está en juego es, ni más ni menos, en caso de una internacionalización del conflicto, la tercera guerra mundial. Así de duro y así de dramática es la situación, aunque se quiera ocultar con viajes propagandísticos que lejos de encontrar soluciones las retrasa más.
Una economía militarizada
Sorprende, en este sentido, la posición de la izquierda mayoritaria, que no solo en España, también en Europa o EEUU, asiste impasible a una escalada militar sin paliativos. Como ha puesto de relieve Santiago Álvarez Cantalapiedra en ‘Papeles’, el año pasado el gasto militar mundial ascendió a 1,9 billones de dólares, lo que supone el mayor incremento en más de una década. De los 20 países que más gastan en defensa, la mitad son países de la OTAN, que en su conjunto representan el 53% del gasto total. De ese porcentaje, casi 40 puntos corresponden a EEUU, cuyo peso en el gasto militar global duplica al que le corresponde a la economía estadounidense respecto del PIB mundial. Álvarez Cantalapiedra, con razón, habla de una economía militarizada.
Algunos estudios inspirados en el Informe de Desarrollo Humano de Naciones Unidas, sin embargo, han estimado que, con solo bajar un 3% el gasto militar mundial, el dividendo de la paz podría alcanzar unos 60.000 millones en ayuda a los países más pobres, que son, precisamente, quienes más están sufriendo la escasez de cereales y otras materias primas provocadas por la invasión rusa y por el bloqueo de los puertos ucranianos.
«Sorprende la posición de la izquierda, que no solo en España, también en Europa o EEUU, asiste impasible a una escalada armamentista»
Se podría pensar que la izquierda tendría alguna estrategia de salida al conflicto distinta al ámbito conservador, como lo tuvo cuando lideró el esfuerzo de parte de la sociedad civil contra la proliferación de armas nucleares, el uso de armas nucleares o la prohibición de las bombas de racimo. Muy al contrario, la realidad es que hoy ha renunciado a sus principios existenciales, lo que en última instancia revela su impotencia y su incapacidad para ser alternativa en un modelo transformador. En EEUU, está dividida y tan solo una parte de la DSA (Socialistas Democráticos de América, por sus siglas en inglés) ha realizado una tibia crítica a la política de Biden pese a que en su programa nacional —una de sus líderes es Alexandria Ocasio-Cortez— aparece el cierre de todas las bases militares estadounidenses.
En Reino Unido, apenas una decena de parlamentarios laboristas firmaron la declaración de ‘Stop the War’ que se oponía a la escalada de la guerra en Ucrania, pidiendo un acuerdo que reconociera el derecho del pueblo ucraniano a la autodeterminación y abordara, al mismo tiempo, las preocupaciones rusas sobre seguridad. La declaración atacaba al Gobierno británico por «echar gasolina al fuego» aumentando el suministro de armas y efectuando otros despliegues militares en la región en vez de avanzar una solución diplomática, pero poco más.
«La ausencia de un debate inteligente y sincero sobre los nuevos escenarios globales es lo más chocante desde un punto de vista ideológico»
Mientras, en el continente, Mélenchon mantiene una postura ciertamente ambigua y escapista —apoya las decisiones de Macron sobre el envío de armas, «no vaya a ser que los rusos crean que en Francia hay una fractura»—, dijo recientemente, pero al mismo tiempo advierte que su país no debe considerarse como un país beligerante, lo cual es una contradicción en sí misma, toda vez que el Elíseo está enviando armas a Kiev.
El doble frente
Los Verdes alemanes están entregados a la causa y ya no son la sombra de lo que fueron en tiempos de Petra Kelly y el general Bastian, mientras que ni en Italia, ni, por supuesto, en España la izquierda que cuestiona la OTAN ha sido capaz de articular un discurso alternativo a la carrera militarista. No para sucumbir ante el tirano Putin o dejar tirado al pueblo ucraniano, sino para aportar ideas y evitar que la guerra se cronifique, que hoy es el mayor riesgo. El invierno, aunque parezca mentira habida cuenta de las altas temperaturas, está a la vuelta de la esquina y, si se produce un aumento de la demanda de energía por razones obvias, es muy posible que la situación empeore todavía más. Tanto en el frente de combate como en millones de hogares. Los primeros, lógicamente, los ucranianos.
Esta ausencia de un debate inteligente y sincero sobre los nuevos escenarios globales es, probablemente, lo más chocante desde un punto de vista ideológico, toda vez que revela un estancamiento del pensamiento, algo que ha sido consustancial a las democracias liberales, cuyo progreso está basado, precisamente, en la lucha dialéctica entre posiciones encontradas, ambas perfectamente legítimas.
Hoy, por el contrario, en un asunto crucial como es la construcción de un nuevo orden mundial y el papel de las superpotencias y, en particular, qué hacer con la guerra de Ucrania, el debate ha desaparecido más allá de cuatro tópicos para arrancar un titular de prensa. En el caso de España, sin duda, porque el mundo que gira alrededor de Podemos, ahora de Yolanda Díaz, está ya plenamente integrado en el sistema, lo que impide que cualquier confrontación aparente no sea más que un eslogan electoral. Ni siquiera en la campaña andaluza, que hubiera sido el marco apropiado, se ha hablado de las bases americanas, que históricamente han sido uno de los caballos de batalla de la izquierda andaluza.
El no tener nada que decir no es gratis. Pasa factura. Por supuesto que no se trata de aceptar la brutal agresión de Putin, sino de buscar salidas a un conflicto que tiene cada vez más tintes imperialistas. Lo que está en juego es, ni más ni menos, que resolver la célebre trampa de Tucídides. Como ha escrito Pablo Pombo en este periódico, «nos estamos acostumbrando a decir que nuestra sociedad se está haciendo de derechas. Quizá resulte aconsejable asumir que las capas sociales históricamente progresistas han dejado de sentirse representadas por sus partidos».
No le falta razón. El que la izquierda, ante la carrera armamentista que se avecina, en plena debacle de los países más pobres, y ante una política de bloques en la que Europa será subalterna de EEUU, meta la cabeza debajo del ala, solo refleja ausencia de nutrientes intelectuales. O, lo que es peor, una pulsión militarista desconocida desde que, en 1789, durante la Asamblea Nacional Constituyente de la Francia revolucionaria, se sentaron a la izquierda de la derecha.