Ignacio Camacho-ABC
- Todo el mundo desea que la guerra se pare. Pero no cabe la neutralidad porque en absoluto da igual quién gane
El grito de «no a la guerra», la frase en el estado de Whatsapp, la pegatina en la mochila, el letrerito sobreimpresionado en los partidos de la Liga, es muy digno, muy ético y muy loable pero pronunciado estos días esconde la trampa semántica de una equidistancia subrepticia. Porque dicho así, con la abstracta universalidad de la consigna pacifista, parece homologar en el mismo injusto plano de sinrazón y de barbarie a la potencia agresora y a la nación agredida, al que se defiende del ataque y al que lo inicia. La guerra de Ucrania no es un conflicto de políticos soberbios que mandan a morir en su nombre a los soldados para solventar caprichosas disputas de intereses bastardos, sino el asalto arbitrario de un déspota contra el derecho de un país soberano a asociarse con organismos internacionales democráticos. Es el intento de someter por la fuerza militar la libertad de un Estado. Y por tanto la condena o el rechazo de ese choque armado no pueden expresarse con el recurso ambiguo a un eslogan humanitario que no distinga a las víctimas de los culpables y a los buenos de los malos. «No a la invasión» sería, pues, el lema exacto, el que expresa la verdadera solidaridad con el sufrimiento de un pueblo obligado al amargo trance de defenderse con todo lo que tenga al alcance de la mano.
Existe una doctrina de la guerra justa, incorporada al derecho y hasta a la doctrina de la Iglesia. Incluso Obama la actualizó cuando le dieron el Nobel de la Paz antes de o sin que lo mereciera. Y una de las premisas de esa doctrina, que incluye también el derecho de represalia bajo determinadas condiciones expresas, es la necesidad de la autodefensa. La respuesta proporcional a una acometida violenta. Por eso esta protesta genérica no es más que un subterfugio moral bajo el que cierta izquierda disfraza su incomodidad ante la abierta provocación imperialista de uno de sus regímenes de referencia. Una evasiva dialéctica para eludir la repulsa directa a la brutalidad de un nacionalismo populista de diáfana raíz antioccidental y antieuropea. Una salida intermedia que proporciona una cobertura honorable a esa contradicción de conciencia.
Sin embargo en esta guerra que sólo ha buscado, promovido y desencadenado una de las partes se ventila en gran medida el futuro de los sistemas liberales a los que las antiguas repúblicas soviéticas desean incorporarse. Es decir, del modo de vida y de convivencia de unas sociedades que se permiten mirar con reticencia los combates porque alteran su pasividad confortable. Todo el mundo, salvo Putin y sus secuaces, deplora la masacre y desea sinceramente que la lucha se acabe. Pero no es posible la neutralidad porque en absoluto da igual quién gane. Y los ucranianos al menos sí lo saben. Su resistencia asistida es crucial, crítica, clave para que los demás podamos seguir instalados en nuestra mentalidad biempensante.