Teodoro León Gross-El País
Los mensajes sobre los presos forman parte de una estrategia para desacreditar la democracia española
La estrategia de los lazos ha sido, una vez más, un éxito del independentismo en la fractura de la sociedad catalana. Ciudadanos ha recorrido hoy Alella, un pueblo de 9.000 habitantes, para quitar lazos entre gritos de ¡fascistas! y ¡fuera, fuera!, y esta tarde se concentraba en Barcelona tras la agresión a una mujer por retirar lazos. El juez ha dictado orden de alejamiento contra el agresor, a pesar de que son vecinos en portales muy próximos. Dato simbólico: ella denunció ante la Policía y él ante los Mossos. Así va calando la división. Cuando Borrell mencionó la espiral de enfrentamiento civil, hubo escándalo como si violase la omertá de una sociedad pacífica. Pero ¿a qué apelaba Torra cuando reclamaba actuar «como un solo pueblo contra el fascismo» para frenar a la oposición a los lazos?
Hay quien ha querido restar importancia a los lazos como mera simbología, bajo la sagrada libertad de expresión, del legítimo sentimiento independentista. Esa clase de neutralidad, más o menos ingenua, más o menos equidistante, ha sido siempre determinante para los éxitos nacionalistas. La exhibición de los lazos no es precisamente sentimental. Su función es doble: la ocupación del espacio público y la consolidación del imaginario de los presos políticos. No caben ingenuidades con eso. Son dos objetivos corrosivos.
La ocupación del espacio público con los lazos amarillos —plazas sembradas, playas llenas de cruces, puentes plastificados— ha ido acompañada por una institucionalización desde la fachada de edificios públicos relevantes hasta las iglesias y centros culturales. Ahí no ha faltado Colau. En cientos de ayuntamientos, como Alella, cuelga con el lema «Libertad presos políticos». En Vic suena por megafonía oficial. Las instituciones se han volcado renunciando a su función: no representan a la sociedad, sino a una mitad y además contra la otra mitad. Aunque las urnas reflejen que existe división, el mensaje es la calle es nuestra. Un eslogan por cierto muy fraguista. Las actitudes fascistas, según la máxima orwelliana apócrifa, tienden a disfrazarse de antifascismo.
El mensaje de los presos políticos va unido a la estrategia de desacreditar a los tribunales españoles —la demanda manipulada contra Llarena opera ahí— y, en definitiva, desacreditar la democracia española como Estado de derecho. Resulta tan notoria la falsedad como eficaz. Y ha servido para la internacionalización, con propagandistas como Pep Guardiola. El lazo amarillo tiene una fuerte tradición en el mundo anglosajón (la popular canción She wore a yellow ribbon, que dio título al western aquí traducido La legión invencible, procede de la guerra civil inglesa y ha sido habitual entre las tropas estadounidenses o en crisis como la toma de rehenes en la embajada de Irán) y también los emplean numerosos movimientos democráticos en diversos países asiáticos, de China a Filipinas. La apuesta es ganadora. Se han utilizado ingentes recursos, con apoyo público, para amarillear Cataluña.
Esa estrategia de ocupación del espacio público va unida al mensaje fraudulento de un sol poble. Quien se opone, es anticatalán. Así se impone una mitad a la otra, demonizando a quienes quitan lazos, con los Mossos por momentos en funciones de policía política para amedrentarlos. Otras veces se blanquea ese acoso recordando que no es lo mismo poner lazos (mensaje positivo) que retirarlos (negativo). ¿Quizá quitar lazos puede ser quizá más parecido a pitar el himno español o al monarca e incluso quemar fotografías de éste? En todo caso, no cabría medir fuerzas. Los no independentistas nunca podrían competir en recursos o en apoyo público con quienes llenan Cataluña de lazos.
Es difícil descreer de la tesis expuesta por Jordi Amat en el libro colectivo Anatomía del procés: la tercera fase de éste ya no es de legitimación sino destructiva antes que constructiva, y consiste en degradar la calidad democrática del Estado español «y así poder romperlo una vez carcomido». La estrategia puigdemoníaca desplegada por su vicario Torra ha tenido éxito en esta guerra (sucia) de los lazos. Las cosas se están haciendo mal a conciencia. En esa estrategia, el secuestro del espacio público y el clima de hostilidad no son una sorpresa.