Ignacio Camacho-ABC
- Sin liderazgo institucional y sin pujanza civil, el legado de la Expo se ha diluido en una crisis de ensimismamiento
La Expo-92, de la que hoy se cumplen, ay, treinta años, fue una excelente operación de Estado pero también una apoteosis del despilfarro. Las obras empezaron tarde por atasco político en la toma de decisiones, pese a que el PSOE tenía todas las administraciones bajo su mando, y hubo mucha manga ancha en la adjudicación para compensar el retraso. Al pairo del dispendio se concedieron a dedo cientos de contratos millonarios con márgenes de beneficio desmesurado y la corrupción se abrió paso libre en ese marco de manejos subterráneos. El comisario Olivencia dimitió impotente ante el desdén con que la dirección ejecutiva recibía las advertencias de las auditorías. El fabuloso programa de ópera y otros espectáculos se basó en el pago a los artistas de cachés exorbitantes que no habían cobrado -ni volverían a cobrar- en su vida. Toda la planificación, en general, careció no sólo de rigor contable sino de una mínima base objetiva: la única fuerza motriz fue la prisa. Por último, la desesperación del Gobierno de González por cumplir plazos acabó marginando de los preparativos a la propia sociedad de Sevilla, en contraste con unos Juegos de Barcelona organizados con fuerte énfasis catalanista, y la concentración de inversiones provocó sentimientos de agravio en otras provincias de Andalucía.
Sin embargo, o a pesar de todo, resultó un éxito. Más apreciable desde la distancia del tiempo, que permite entender hasta qué punto los fastos del 92 convirtieron a España en un país moderno gracias a la gigantesca derrama de fondos de cohesión europeos. El Ave se convirtió en el símbolo de un salto industrial y tecnológico capaz de abordar grandes proyectos de infraestructura y equipamiento. La acumulación de capital amortiguó el impacto de la crisis internacional que el despliegue de gasto público había pospuesto. El paisaje urbano experimentó una transformación decisiva, un verdadero vuelco. El recinto de la Cartuja, sobre cuya reutilización pesaron muchas dudas, es hoy un parque empresarial repleto y la ciudad pudo estirar durante casi dos décadas los réditos de aquel esfuerzo, ya caducados por falta de renovación tras su evidente agotamiento. Si la Exposición Iberoamericana del 29 fue el único impulso de avance en más de medio siglo, el legado del V Centenario está a todas luces extinguido y la capital andaluza vive hoy de la Junta y del turismo. No fue de suyo una oportunidad perdida, aunque vista en perspectiva parezca un espejismo: el actual horizonte de pesimismo tiene causas endógenas relacionadas con la ausencia de liderazgo institucional y de tejido cívico, con la desidia política y el ensimismamiento colectivo. Por eso la efeméride transcurre sin pena ni gloria, sin melancolía siquiera, como si los sevillanos prefiriésemos el olvido antes que admitir la responsabilidad de que la Historia no haya transcurrido como la merecíamos.