José Luis Zubizarreta-El Correo

  • Tal ha sido de bochornosa la conducta de nuestros representantes en relación con las víctimas que no cabe otra medida que el cese y la dimisión

Si aún quedaba duda de que la herida que abrió el terrorismo en la política y sociedad españolas aún supura, nos la ha disipado, con descarnado verismo, la bochornosa conducta que nuestros representantes han exhibido esta semana en el Congreso y el Senado. La trapacería del Gobierno, al incorporar, Sumar mediante, una solapada y extemporánea enmienda a la ya embrollada ley sobre intercambio de información de antecedentes penales y consideración de resoluciones judiciales penales en la UE, de una parte, y la desidia -o cinismo- de la oposición, al no enterarse -o decir no haberse enterado- del beneficioso efecto de la enmienda para algunos presos de ETA que aún cumplen condena, de otra, han inflamado la política del país, hurgando, con despiadada crueldad, en las llagas abiertas de las víctimas y sacudiendo la adormecida conciencia de la ciudadanía.

Los comentarios que el escándalo ha suscitado son numerosos y, como era de esperar en una sociedad tan polarizada, contradictorios. Yo añadiré dos más de mi cosecha, aunque no sean del todo originales. El primero se refiere al fondo del asunto. Los trece años que han transcurrido desde que ETA se disolvió deberían haber servido para entablar una conversación pública y franca sobre cómo cohonestar el dolor y los derechos de las víctimas con el reconocimiento de las culpas, el enjuiciamiento de los delitos, el cumplimiento de las penas y la recomposición de los lazos rotos en la convivencia de nuestra sociedad. Pero no se ha hecho. Las víctimas se han convertido en objeto de apropiación indebida por parte de unos políticos depredadores en vez de en sujetos merecedores de reparación, mientras los victimarios y sus cómplices, en lugar de exigidos a reconocer lo injusto de su proceder, han sido prematuramente admitidos en el normal trasiego de pactos y favores que vive la política. Los sucesos de esta semana han demostrado que la situación se ha hecho irreversible y esa deseable conversación, inviable, condenando así a los ciudadanos a una ‘malvivencia’ en la que el frío olvido prevalece sobre el recuerdo restaurador, la obstinación sobre la asunción de culpas y el odio sobre el perdón. Esta reciente llaga se infectará como amenaza con hacerlo la otra más lejana de una guerra civil cuyo rescoldo de resentimiento hay quienes todavía se empeñan en reavivar. «Tierra por la que cruza errante la sombra de Caín», la declaró con acierto Machado.

Pero, y es mi segundo comentario, la vergüenza de la pasada semana fue lo bastante bochornosa como para dejarla pasar sin ningún tipo de petición de responsabilidades. El deterioro que está sufriendo la política exige ser detenido con las medidas más drásticas que cabe adoptar en el ámbito público y que llevan el nombre de consecuente reprobación. Aunque, si hubiere de evitarse el destructivo rigorismo del ‘summum ius summa iniuria’, habrá que proceder con precisión quirúrgica a la hora de nombrar responsables. No será en exceso complicado.

Las víctimas se han convertido en objetivo de apropiación indebida por parte de los partidos políticos

Quienes prometieron expresa, solemne y reiteradamente a las víctimas que nunca ocurriría lo que al fin ocurrió no pueden salir indemnes. Uno destaca entre todos. El ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, hizo, a este respecto, promesa expresa solemne y reiterada a las víctimas, comprometiendo su credibilidad. No podrá ya mantener con ellas la relación de confianza que de él cabe exigir. Lo mismo ha de decirse de quien tergiversó los hechos con flagrantes mentiras. La portavoz del Gobierno, Pilar Alegría, convirtió lo que debería ser sede de verdad en máquina de fango, por emplear una expresión de su propio cuño, y degradó su función de modo irremediable, al dar una insultantemente retorcida versión de los hechos reñida con la veracidad que su cargo exige.

No menos reprobables son, del otro lado, quienes, pese a haber leído con la debida atención, según firmaron, la cuestionada enmienda, le dieron el visto bueno, confesándose así, o ineptos para el cargo o, peor aún, cínicos en su posterior excusa. Se hicieron indignos del puesto. Y, ya de paso, en nada perjudicaría a su partido y mucho agradaría a buena parte de la ciudadanía que quien sobre aquéllos tiene mando, Miguel Tellado, los acompañara en el destino. Sería la mejor prueba de que el PP ha emprendido el camino hacia la cordura y el abandono de un estilo desaforado de comportarse que hace de la labor de oposición que ejerce la más eficaz arma de destrucción masiva de sus propias huestes. Si unos y otros hicieran mutis de la escena, todos los demás y, más que nadie, las víctimas nos sentiríamos aliviados.