Antonio Caño-El País
La sociedad española tiene que encontrar su idea de nación, la única actualmente que nos garantiza la libertad bajo un Estado de derecho. Deberíamos tener una historia consensuada y mayoritaria que contar
Cuando era un niño me enseñaron una historia sobre América. Esta era la tierra de las oportunidades. Los inmigrantes venían y encontraban tierras y medios para conseguir sus sueños. En esa historia, Benjamin Franklin era la quintaesencia del americano: el joven luchador que con su ingenuidad y su esfuerzo constante levantaba empresas y comunidades, un nuevo modelo de persona en un nuevo modelo de sociedad”.
Leyendo este párrafo de David Brooks en The New York Times, pensé qué historia me enseñaron a mí de niño sobre España y quién fue nuestro Benjamin Franklin. Me enseñaron la historia de un heroico general que apoyado por los buenos españoles consiguió derrotar en 1939 a los malos españoles a las órdenes del comunismo y la masonería liberal. Me enseñaron que ese general procedía de una dinastía de bravos españoles como Viriato, el Cid Campeador o los Reyes Católicos, pero que siempre habíamos tenido entre nosotros a malos españoles que, periódicamente, habían puesto la patria en manos de Inglaterra, Francia o Rusia.
Al crecer, formé parte de una generación que empezó a contar otra historia. Una historia en la que los españoles se habían reconciliado. Juntos, habíamos conseguido un gran progreso económico y una rápida modernización de nuestra sociedad. Ya éramos parte de Europa y éramos también un país respetado en todo el mundo. Dentro, los dos principales partidos tenían diferencias entre sí, pero se alternaban en el poder pacíficamente y los españoles teníamos, por fin, confianza en nosotros mismos y en nuestro futuro.
Me pregunto cuál es la historia sobre España que ahora contamos a los niños. La historia de Brooks ha sido aceptada durante más de dos siglos por varias generaciones de norteamericanos y ha servido, con más o menos tensiones en distintas épocas, para mantenerlos unidos en un propósito común. ¿Qué historia podría unir a los españoles en un propósito común?
Lo mejor que se puede hacer con los hechos del pasado es relatarlos de la forma más rigurosa y científica posible
En primer lugar, es justo preguntarse si es necesaria esa historia. El declive de los Estados nación en las últimas décadas permite vislumbrar un horizonte de disolución de las fronteras y de creación de nuevas formas de convivencia que superen el marco de las naciones. El mundo no ha vivido siempre bajo el modelo de naciones y no tiene por qué seguir viviendo en el futuro. En ese contexto potencial no habría por qué contar una historia sobre España muy distinta a la que podríamos contar sobre Italia o Noruega.
Pero admitamos que ese horizonte es aún muy lejano, que las naciones no solo sobreviven, sino que en los últimos años se ha robustecido el nacionalismo en detrimento del multilateralismo y el multiculturalismo. Es por eso por lo que otros están contando una determinada historia de España a los niños, que alguien siempre va a contar una historia de su nación de acuerdo a su propia ideología y sus propios intereses. Es por eso también que deberíamos tener una historia consensuada y mayoritaria que contar sobre España.
Dice la historiadora Jill Lapore en el comienzo de su libro This America, The Case for the Nation que “las naciones están constituidas por personas, pero se mantienen unidas por la historia”. Sin una historia común, sostiene, no hay posibilidad de supervivencia de una nación, y si esa historia no la pone en pie la sociedad democrática a través de los canales adecuados, lo harán los demagogos.
Gran parte de la izquierda española se ha resistido durante años a reconocer al conjunto de los ciudadanos españoles como una nación. Ha preferido conceptos más abstractos como Estado o pueblo. Se entiende muy bien desde el recuerdo de la monopolización que la derecha hizo de la palabra hasta el punto de considerar a las fuerzas que apoyaban su causa como los únicos “nacionales”. Con la excepción de un breve periodo en la Transición en el que la aprobación de la Constitución legitimó la nacionalidad española, siempre fue más sencillo para la izquierda admitir la dimensión nacional de otros territorios de nuestro país —que quizá puedan serlo también— que la del propio conjunto de la nación española, la única reconocida y reconocible por el resto del mundo.
Lo ocurrido en Europa y en la propia España en los últimos años despierta, además, lógicos recelos entre progresistas y liberales hacia todo lo que tenga que ver con la nación. El populismo derechista en la Unión Europea, el populismo izquierdista y el nacionalismo dentro de nuestras fronteras nos han devuelto a un tiempo de desconcierto y miedo. Miles de personas respondieron a ese desconcierto y a ese miedo colgando banderas de España en sus balcones, en una búsqueda desesperada de identidad y protección colectiva. La extrema derecha se aprovechó de esos sentimientos para crear una historia de caos, pérdida de libertades y de valores en España, la misma que los independentistas contaron en Cataluña. La misma que el nacionalismo está contando hoy en muchos rincones del planeta.
Una mayoría de españoles quieren ser parte de una nación en la que se sienten libres, iguales y orgullosos
Pero el pánico justificado al nacionalismo no puede dejarnos sin nación y sin una historia nacional. “Las naciones”, afirma Lapore, “para que tengan sentido, necesitan un pasado en el que ponerse de acuerdo. La persistencia del nacionalismo prueba que nunca faltan demonios y falsas esperanzas para insuflar a los pueblos un sentido de sí mismos y de su destino con una mezcla de mitos y profecías, prejuicios y odios, o para derramar la basura de las provocaciones, el resentimiento y la violencia. Cuando los historiadores serios abandonan el estudio de la nación, cuando los académicos dejan de escribir una historia común para un pueblo, no muere el nacionalismo, lo que muere es el liberalismo. Ahora, el liberalismo está todavía ahí. Lo que hay que hacer es sacarlo. Eso requiere aferrarse a una muy buena idea: que todas las personas son iguales y dotadas desde el nacimiento con derechos inalienables, por lo que merecen un trato igualitario bajo la garantía de una nación con leyes. Esto exige defender la idea de la nación”.
España tiene que encontrar también su idea de nación, la única actualmente que nos garantiza la libertad bajo un Estado de derecho. Parece imposible hoy cuando los demagogos se han apropiado del relato hasta niveles irritantes. Existe en nuestro país, como en Estados Unidos y en muchas otras partes, una fatiga de la razón: los conciliadores y los liberales están desmoralizados y en repliegue; mandan los oportunistas. Pero la sociedad emite de vez en cuando mensajes sobre su verdadera naturaleza y su verdadera voluntad. No son fáciles de distinguir porque están aplastados por el poder de la propaganda. Pero se puede adivinar que una mayoría de españoles quieren ser parte de una nación en la que pueden sentirse libres, iguales y orgullosos.
No es fácil construir una historia común. Es especialmente difícil en España, sometida durante siglos a tan dramáticos y controvertidos episodios, muchos de ellos de una enorme violencia. Los expertos deben pronunciarse al respecto, pero entiendo que lo mejor que se puede hacer con los hechos del pasado es relatarlos de la forma más rigurosa y científica posible, para encajarlos en nuestra memoria sin manipulaciones, resentimiento ni voluntad revisionista. Conviene ser prudente con el pasado y audaz con el futuro, no a la inversa. Pero nuestra historia tiene también capítulos suficientes para iluminar una nación liberal europea, progresista y unida en la voluntad de un futuro común.