La historia según

ABC 23/04/14
DAVID GISTAU

· Ni las más groseras manipulaciones de la propaganda logran borrar los motivos estatuarios del pasado en común

La catalanización de Jesucristo es innecesaria porque el hijo de Messi envió una señal profética cuando nació a las 17.14 horas, según los anales nacionalistas. Ese hueco está por tanto cubierto. Al Salvador le será permitido conservar su origen aun cuando los más pintorescos historiadores, sacados de la terapia de grupo de «Alguien voló sobre el nido del cuco», prosigan su impagable labor de destapar la catalanidad desconocida de algunos grandes hombres de la historia. Mire usted que en el Partenón hay algún friso que se da un aire a Gaudí, no tardarán en encontrarle a Fidias una tía segunda en Palafrugell.

De entre estos historiadores ha surgido uno especialmente recomendable para un monólogo «Stand-Up» como los que Seinfeld puso de moda. Se llama Mayolas. Un nombre tan cercano fonéticamente al término umbraliano de «gayolas» es perfecto para un investigador que, mediante la técnica científica de «leer entre líneas» (sic), ha demostrado que en realidad eran catalanas personalidades históricas tan diversas como Colón, Erasmo de Rotterdam, Miguel de Cervantes, los reyes de Castilla y los Conquistadores extremeños de América. Esta última usurpación me extraña. Puestos a desbarrar, al imaginario nacionalista le habría convenido más imitar el indigenismo e inventar algún tipo de conexión telepática, mítica, con las tribus de bondad rousoniana diezmadas por la espada castellana, ese Real Madrid por otros medios.

Esta manipulación, más allá de que insinúe que es en la pseudo-investigación histórica, y no en la literatura como creía Camba, donde se cumple la «profesionalización de la tara psicológica», es distinta de la más recurrente que reinterpreta hechos. Esta última, cuyas osadías autoparódicas quedaron claras con el asunto de las falsas banderas en el cuadro de Pierre Aveline que ABC destapó ayer, pretende dar a un proyecto de nación una lógica de continuidad histórica de la que carece, además de reducir el relato milenario a un antagonismo maniqueo en el que España siempre encarna la oscuridad y la agresión. Pero de esto ya se ha discutido mucho, obteniendo como único resultado la melancolía a la que según Ortega conducen los esfuerzos –y las pedagogías– inútiles.

El intento de apropiación de Cervantes, del Descubrimiento, así como de otras piezas literarias e históricas de origen medieval y en adelante, revela otra cosa casi enternecedora. El independentismo se querrá ir, pero se resiste a renunciar al sentido patrimonial de los hitos más gloriosos de un pasado compartido, de una estela centenaria de la que forma parte. Así, antes que perder a Cervantes y a los navegantes del Descubrimiento por tener que dejarlos al lado opuesto de la nueva frontera, intenta robarlos para llevárselos y procesarlos como episodios de un nuevo paradigma histórico adaptado al terruño. Detrás de estas grotescas conclusiones académicas están ya el dolor de la mutilación, la comprensión del empobrecimiento cultural, la nostalgia del miembro amputado cuando ni las más groseras manipulaciones de la propaganda logran borrar los motivos estatuarios del pasado en común. Que el nacionalismo no haga contrabando histórico, facilitado, eso sí, por la ignorancia. Que se resigne a ser, después de la ruptura, una cultura aligerada de prodigios que habrá matado su pasado a cambio de tenerlo todo por hacer, como las repúblicas americanas de la emancipación. Pero Cervantes se queda porque, como Sevilla según Belmonte, está donde tiene que estar. Lo que está lejos es Mayolas.