JORGE DE ESTEBAN-EL MUNDO

El autor considera inadmisible que las autoridades catalanas consintieran ayer las pancartas contra el Rey. Y critica que Torra viole un protocolo al que está obligado por su cargo como ‘president’.

LOS SEPARATISTAS catalanes, digámoslo claramente, no tienen más que un único objetivo: seguir la hoja de ruta trazada, pase lo que pase, incluso por encima de sus desavenencias coyunturales, hasta alcanzar la meta final, que es la independencia de Cataluña. De esta manera, los actos que se celebraron ayer, que debían haber sido única y exclusivamente para recordar a los 17 muertos en los atentados de Barcelona y Cambrils del año pasado y para consolar a los familiares y amigos –que han confesado que se han sentido desamparados–, se aprovechó ayer también para un fin que es un claro delito, como ya hemos comprobado, con independencia de lo que decidan los jueces españoles, de las barbaridades que cometen algunos magistrados alemanes y de la persecución a la que quieren someter al competente juez Llarena, instructor de la causa.

Como digo, los separatistas aprovechan todo para conseguir sus objetivos, incluida la utilización del execrable atentado yihadista en las Ramblas, que no sabemos bien si se pudo evitar. Existen muchos hechos todavía sin aclarar, como, por ejemplo, el viaje a Estados Unidos de varios representantes de los Mossos, la actuación del imán de Ripoll y la falta de información policial de lo que se estaba construyendo en el chalet que saltó por los aires. El Parlament de Cataluña, que se autodefine como soberano, ha sido incapaz de crear una Comisión de investigación para aclarar todos estos aspectos obscuros de la matanza.

Del acto institucional de ayer, con motivo del primer aniversario, cabe destacar dos aspectos intolerables en una democracia moderna como es España. Por una parte, ante la presencia de Felipe VI, el presidente Pedro Sánchez y demás autoridades nacionales y autonómicas, destacaron, lo que no ocurriría en ningún otro país del mundo democrático y no democrático, expuestas al menos tres grandes pancartas escritas en catalán o en inglés en las que se decía que el Rey –cuyo retrato estaba boca abajo– no era «bienvenido» a «los Països Catalans». Esos países catalanes sólo existen en la mente enfermiza de los separatistas, pero, en cambio, lo que sí existe es que más de la mitad de los habitantes de Cataluña no son separatistas. Por eso, el agravio no era sólo al Jefe del Estado, sino que era una afrenta a todo el pueblo español y a más de la mitad de los catalanes. Se ha llegado a defender que tales pancartas son una forma legítima y hasta legal de la libertad de expresión y, si me apuran, cuando se trata entre particulares, yo lo defiendo también. Pero es que ayer quienes difundieron, o al menos toleraron esas expresiones, fueron las autoridades de Barcelona. La alcaldesa Colau debió ordenar a los bomberos, que están para casos como éste, que retirasen esas pancartas colocadas la noche anterior. Por ello, quien sobrepasó los límites de la libertad de expresión fue el Ayuntamiento de Barcelona, porque el Estado no puede hacer uso de una facultad que se les reconoce a los particulares, pero que no es posible reconocer a las propias autoridades para injuriar al Jefe del Estado. Si esto se permitiese, el Estado dejaría de existir porque no puede renunciar a la defensa de la legalidad, que es su última justificación.

Otro de los eslóganes que también se distribuyeron ayer alegremente fue, sin conocimiento de la cuestión, que el Rey vende armas a Arabia Saudí. Como digo, si los usuarios de la libertad de expresión son particulares pueden incluso rebuznar, pero que rebuznen las autoridades no es correcto. En todo caso, más valdría que indagasen si es cierto que se está procediendo a militarizar el cuerpo de los Mossos d’Escuadra y si les van a comprar también cañoncitos y ametralladoras para convertirlos en un ejército de Pancho Villa.

Vayamos ahora al asunto del protocolo que, como se sabe, es el conjunto de reglas formales que rigen no sólo en los actos oficiales y diplomáticos, sino también en las relaciones sociales en general. No adecuarse a estas reglas demuestra mala educación y, lo que es peor, sirve para conocer con qué gente nos tratamos. Recuerdo de mi época de embajador en Roma que un alcalde de una capital de provincia me pidió que concertase con el presidente de la República italiana una audiencia con él en el Quirinal para «hablar de asuntos de Estado»; y un delegado del Gobierno de otra región me preguntó igualmente cuántos motoristas uniformados le escoltarían en el Mercedes que yo tenía que enviarle al aeropuerto para un viaje privado. Pero, claro, en el caso de los soberanistas catalanes no dan puntada sin hilo y siempre hay una motivación política. De ahí que fuese la Delegada del Gobierno en Cataluña quien recibiese a los Reyes y al presidente. El insigne Torra le dejó estos menesteres y tuvo que ser Don Felipe quien fuese a saludarle a él.

Torra viola el protocolo y, si se quiere mejor, las más elementales normas del sentido común, es decir, del famoso seny catalán. Cuando Pujol, recién elegido en 1980 presidente de la Generalitat, no tenía bien definidos aún los poderes de su cargo, expresó una frase que hizo entonces fortuna: «Ya que no tenemos todavía poderes, seamos rígidos con el protocolo». Y lo cumplió a rajatabla. Años más tarde comenzó a acumular poderes y hasta fortuna personal, como es bien sabido y, por lo tanto, ya no le era tan necesario el protocolo. Algo que yo pude comprobar en uno de sus viajes a Italia mientras fui embajador. En efecto, cuando la secretaría de Pujol me informó de su viaje oficial a Roma, preparé a conciencia todo el protocolo, poniendo a disposición del president y de sus acompañantes los Mercedes de la Embajada y algún otro coche más. Cuando llegué al aeropuerto para recibirlo con todos los honores, los servicios de seguridad de la Embajada me dijeron que estaban esperando también tres Mercedes que habían alquilado por si el embajador le fallaba… ¡Qué desperdicio de dinero público!

Pues bien, con ello quiero subrayar que si en aquel entonces Pujol decía que había que ser rígido con el protocolo porque no tenía poder, ahora, cuando Cataluña tiene más poder que ninguna otra Comunidad Autónoma y más dinero disponible, a pesar de su déficit público, el protocolo se ha convertido para Torra y sus colaboradores en unas reglas menos respetadas que las del parchís en familia. El hecho es que cuando el Rey se acercó ayer a saludar generosamente a Torra, éste aprovechó para presentarle a la mujer de Joaquim Forn, que está en la cárcel presuntamente por un delito de rebelión o sedición siendo conseller del Interior, es decir, también el que estaba al frente hace un año del orden público cuando ocurrió el atentado de las Ramblas. Con todo mi respeto a esta señora, no era el momento de que se la presentaran al Rey.

POR LO DEMÁS, digamos que al menos no hubo ayer en Barcelona más aprovechamiento político de los actos retransmitidos a toda España por televisión. Pero no nos hagamos ilusiones. Mañana mismo, hoy mismo, los soberanistas seguirán aprovechando cualquier ocasión que se les presente para seguir presionando al Gobierno central y sacar tajada. Anteriormente se debía a la estrategia propia del asno de Buridán que parecía imitar Rajoy, siempre indeciso ante qué decisión tomar, es decir, ninguna. Pero ahora su sucesor no tiene más remedio que hacer lo que le digan los dueños de la Posada, porque si no les hace caso le quitarán la silla para comer (léase La Moncloa).

Por supuesto, que nadie piense que el problema catalán se podría resolver ahora o nunca. Ni lo uno ni lo otro, pero lo que sí es cierto es que, como diría Borges, toda su vida obsesionado por los laberintos para no perderse, el conflicto catalán, como recordaba hace un año Màrius Carol, cada vez se parece más a un laberinto en el que parece no haber salida. De este modo, afirma el director de La Vanguardia, «asistimos a un cúmulo de incertidumbres, que a corto plazo pueden despertar emociones desbordadas, sentimientos encontrados y decisiones descontroladas».

En otras palabras, este Gobierno interino y sin poder no puede más que hacer una cosa cuanto antes para cortar el nudo gordiano que atenaza hoy a España: convocar elecciones, antes de fin de año.

Jorge de Esteban es catedrático de Derecho constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.