Editorial El Mundo
HOY ARRANCA la primera moción de censura de la democracia con visos de prosperar. Pero la perspectiva de su éxito genera más inquietudes que esperanzas. Porque el éxito de una censura no debiera medirse por su eficacia a la hora de tumbar al Gobierno, sino por la calidad democrática de la alternativa que propone. EL MUNDO ha destapado y denunciado de manera incansable los casos de corrupción que afectan al PP, y le ha venido reclamando una completa asunción de sus responsabilidades y un activo compromiso con la regeneración. La negligente desatención a estas demandas ha terminado llevando a Mariano Rajoy a la situación crítica en que hoy se encuentra.
Ahora bien, cuando un Gobierno cae en el desprestigio, la Constitución prevé un mecanismo constructivo para su desalojo, no una vía para la satisfacción de la ambición personal a toda costa. Y el heterogéneo amontonamiento de siglas en torno a la candidatura de Pedro Sánchez no permite anticipar nada bueno para los intereses generales de los españoles. La suma contra natura de PSOE, Podemos, ERC, PDeCAT o Bildu no alumbra un pacto constructivo sino una yuxtaposición de fuerzas opuestas apenas enhebrada por el hilo de la voluntad de poder de Pedro Sánchez. Eso no es un proyecto para España: es el atajo de un irresponsable que se ha confiado a cualquiera que le apoye con tal de abrazar la expectativa de poder que las urnas le niegan, mientras cubre cínicamente la maniobra con el manto de la ética.
No hace ni dos semanas que el líder socialista llamaba supremacistas –con precisión– a aquellos cuyo respaldo procura ahora con tal de derribar a Rajoy. El mismo Rajoy a cuyo lado se fotografiaba en Moncloa, reclamando la actualización del delito de rebelión y presumiendo de sentido de Estado frente a Albert Rivera, quien se niega a echar al PP a cualquier precio. El mínimo escrúpulo democrático exige que, una vez que la sentencia de Gürtel destruye las alianzas parlamentarias que sostienen al Gobierno, la voz sea devuelta a los ciudadanos en lugar de ensayar intrigas palaciegas entre fuerzas políticas ya no distintas, sino antagónicas. El PSOE ha sido un pilar en la defensa de la integridad del mismo Estado que quieren romper los nuevos aliados de Sánchez.
Pablo Iglesias, por su parte, ha protagonizado otra bochornosa mutación. Guiado por una ambición impúdica, ha pasado de proclamar su apoyo incondicional a Sánchez, e incluso anunciar una moción de censura instrumental para convocar elecciones, a reclamar cargos en el Ejecutivo sanchista para llegar hasta 2020 en el poder. Las consecuencias económicas, políticas y territoriales de semejante amalgama –con razón bautizado «Gobierno Frankenstein», proyecto que ya motivó el desalojo de Sánchez de la secretaría general– son previsibles. Una mayoría que dependiera a diario de la extrema izquierda y del separatismo condenaría la recuperación económica, cronificaría la inestabilidad política y ampararía el relanzamiento del golpe en Cataluña una vez levantado el 155.
El destino del Gobierno pende en estos momentos del PNV. Un partido constitucionalista no puede esperar lealtad de ningún nacionalismo ni aun después de haberlo cubierto de dinero público. Si los jeltzales traicionan a Rajoy aun a costa de que peligren unos Presupuestos tan ventajosos para ellos será porque esperan mayores prebendas de Sánchez. Pero no deja de resultar frustrante que la gobernabilidad de España, en esta hora crítica en que se cierne sobre ella la doble amenaza del desafío separatista en marcha y la agonía del Gobierno que debe contenerlo, termine siempre dependiendo del capricho venal de un partido nacionalista, partidario de la destrucción del vigente orden constitucional. Solo una pronta convocatoria electoral puede despejar este horizonte sombrío. Los votantes expresarán su preferencia y castigarán la deslealtad, el oportunismo y la vergonzosa incongruencia de los líderes implicados en tan chapucera operación de derribo.