Fue Felipe González quien, en cierta ocasión, contó los pormenores de una conversación por él mantenida con el sueco Olof Palme, el portugués Mario Soares y el francés François Mitterrand, todos notorios líderes de los partidos socialistas de sus respectivos países. De acuerdo con la versión del español, el socialista portugués, entonces muy de moda por la Revolución de los Claveles (25 de abril de 1974), estaba contando a los reunidos sus planes para «acabar con los ricos» en Portugal y repartir la riqueza entre los pobres, momento en el que Palme tomó la palabra para reconvenirle en estos términos: «Mario, no te confundas, en Suecia lo que yo quiero es que todos sean ricos». El relato ha hecho fortuna y ha sido recreado, con sus variantes, en numerosas ocasiones, incluso con protagonistas distintos. Hay, por ejemplo, quien pone en boca del capitán Otelo Saraiva de Carvalho, gran protagonista de la Revolución portuguesa, la intención de los sublevados de «acabar con los ricos», alterando ligeramente la lacónica respuesta del sueco con un «vaya, lo que nosotros queremos es acabar con los pobres». La anécdota, ciertamente muy conocida, viene a cuento como perfecta ilustración de lo acontecido esta semana en España con motivo de la decisión del presidente andaluz, Juan Manuel Moreno, de prescindir del Impuesto sobre el Patrimonio y deflactar tres tramos del IRPF en su Comunidad, y de la respuesta, salida de madre, que ha merecido por parte del Gobierno Sánchez y sus ministrines.
La decisión de Moreno ha hecho auténtica pupa en la «nomenklatura» socialista, como sus altavoces mediáticos se han encargado de reflejar, seguramente porque ha venido a validar la política de la presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso, en su impenitente guerra fiscal contra el Gobierno Sánchez. ¡Qué cabreo, señor mío! Parece fuera de duda: a Sánchez y su claque les gusta esquilmar al prójimo, les encanta meter la mano en bolsillo ajeno, disfrutan saqueando al contribuyente. Se ponen enfermos cuando oyen hablar de bajar impuestos. Es algo que ocurre muchas décadas después del «sucedido» revelado por González, lo que evidencia no ya el estancamiento del PSOE en supuestos ideológicos que la socialdemocracia europea dejó hace mucho tiempo atrás, sino el palmario retroceso de quienes ahora detentan esas siglas, empantanados en postulados que son hoy sinónimo de caduco y retrógrado en materia de política económica y social. Casi 50 años después de la Revolución de los Claveles, el PSOE de Sánchez y sus mariachis sigue empeñado en «acabar con los ricos», no en terminar con los pobres, como quería Palme, mediante el crecimiento económico y la creación de empleo.
Parece fuera de duda: a Sánchez y su claque les gusta esquilmar al prójimo, les encanta meter la mano en bolsillo ajeno, disfrutan saqueando al contribuyente. Se ponen enfermos cuando oyen hablar de bajar impuestos
Mucha gente se ha retratado en este episodio. Es el caso del ministro de Seguridad Social, José Luis Escrivá, que ha hablado de «recentralizar» competencias fiscales de las autonomías o, en otras palabras, de la conveniencia de quitar a las CC.AA la capacidad de bajar impuestos, por aquello de que muerto el perro se acabó la rabia. El sujeto, que venía avalado por el cartel de profesional serio y solvente en sus tiempos, no tan lejanos, de responsable de la AIReF (el tipo, que presumía de su condición de «independiente» -gran éxito del PP con la selección de personal-, se quitó la careta en cuanto Sánchez le ofreció un ministerio), se ha demostrado como el perfecto sectario que seguramente exige la pertenencia a un Gobierno social comunista, sectario y con misma facilidad que su jefe para decir digo donde dije Diego. Lo de Escrivá tiene especial delito, porque, al contrario que la mayoría de los miembros del Gabinete, gente con escasa idea de lo que se trae entre manos, intelectual y técnicamente no apta, él sí se sabe la asignatura, sí es plenamente consciente de las consecuencias a medio y largo plazo de las políticas adoptadas por este Ejecutivo.
A la cabeza del agitprop oficial se han situado, como cabía esperar, el diario El País (editorial titulado ‘Irresponsabilidad fiscal: La competencia tributaria a la baja entre las comunidades es ineficiente económicamente y debilita al Estado de bienestar’, falso de toda falsedad), editado por una empresa quebrada desde hace más de una década, y a la que sostienen contra viento y marea Moncloa y el Ibex 35, y La Vanguardia (también editorial: ‘Andalucía se equivoca. Moreno Bonilla debe retractarse de su declaración de guerra fiscal a Cataluña’), esa noble gente tan preocupada por el uso del español en las aulas catalanas y tan pendiente de las subvenciones de la Generalidad, sin las que también tendría que echar el cierre. No hay noticia de que se opusieran a la decisión de Zapatero de eliminar el impuesto en 2008, que el propio ZP volvió a introducir, por exigencia del candidato Rubalcaba, a dos meses de las generales del 20-N de 2011, ya en plena crisis y en un intento tan desesperado como inútil de recuperar imagen. De donde se infiere que cuando el PSOE deroga el Impuesto sobre el Patrimonio, la medida es progresista, pero cuando lo hace el PP la cosa va de atraco a los pobres. Conviene recordar que fue el Gobierno de Mariano Rajoy el que mantuvo el impuesto, en otro más de los nunca bien ponderados «éxitos» del mastuerzo pontevedrés.
Un impuesto que apenas sigue en vigor en dos países europeos (Noruega y Suiza), que tiene un efecto recaudatorio mínimo (menos de 100 millones en Andalucía), pero un tremendo contenido simbólico, con una carga propagandística brutal para una paleoizquierda empeñada en perseguir la riqueza y acabar con el ahorro capaz de generar crecimiento y empleo. Ya lo dijo Mises: «Lo que empuja a las masas al campo socialista no es la ilusión de que el Socialismo las hará ricas, sino la expectativa de que pondrá freno a todos aquellos que son mejores que la masa misma». Ocurre que Juanma Moreno ha vendido mal la iniciativa o lo ha hecho de forma pintoresca (la apelación a los empresarios catalanes para que se instalen en Andalucía). Primero, un argumento de orden moral: hay que acabar con el impuesto por arcaico, antieconómico e injusto, en tanto en cuanto supone una doble imposición de carácter francamente confiscatorio. Y otro de orden práctico: eliminarlo va a permitir con seguridad a las arcas andaluzas ingresar bastante más de lo que supuestamente pierde, porque su supresión estimula el ahorro, elimina obstáculos, alienta la toma de riesgos, introduce dinamismo en la economía, atrae inversión, crea nuevas empresas -incentiva el aumento de tamaño de las existentes- y procura nuevos puestos de trabajo. Ergo, la hacienda autonómica recaudará más por Propiedad, Seguridad Social, IRPF…
Un círculo virtuoso que puede colocar definitivamente a Andalucía a la cabeza del crecimiento económico español. Una oportunidad de oro para el definitivo despegue andaluz, que es probablemente lo que más preocupa al PSOE: la posibilidad de que la comunidad más poblada del país y la segunda en extensión deje de formar parte de una vez del tradicional ecosistema socialista basado en «el desempleo crónico y la sociedad dependiente de la Caja B de la Casa del Pueblo», como aquí escribía el jueves Carlos Martínez Gorriarán (‘El cuento del buen corrupto, un relato socialista’). Hora de romper las cadenas. Lo comprobó el propio Bonilla cuando constató que los 540 millones que dejó de ingresar en las cinco rebajas fiscales efectuadas desde que está al frente de la Junta se transformaron en ingresos extras de 1.100 millones. También lo experimentó Macron cuando, en 2019, decidió acabar con el Impuesto Sobre las Fortunas (ISF) francés, que sustituyó por otro sobre bienes inmuebles. «No deben contarse mentiras», protestó recientemente el galo. «Reintroducir el ISF no mejoraría la vida de un solo chaleco amarillo y volveríamos a poner en fuga a quienes se habían exiliado para dejar de pagarlo».